El azar me bendice con la súbita aparición, como siguiendo el destino de La Carta, de Edgar Allan Poe, en el sitio más visible de los apilado libros que me rodean, de una obra de autor anónimo que he buscado durante años con ardoroso denuedo, sin haber podido dar con ella, seguro de que se encontraba entre los tanto libros sobre la Independencia que he ido acumulando y leyendo a lo largo de los años. Me refiero al relato de un oficial inglés que bajo el signo del anonimato escribiese y publicase en Londres en 1828 bajo el título original de Recollection of a service of three years during the war of extermination, by an officer of the colombian navy.

Se trata de uno de los testimonios directos, más estremecedores y terribles, sobre las crueldades y espantosas atrocidades de la llamada Guerra a Muerte –es el título de la versión venezolana, si es que existe otra– escrita por un marino inglés, un mercenario que participó de ella como miembro de las tropas británicas que fueran reclutadas para darle “asistencia humanitaria” al pueblo venezolano en su lucha por la independencia de la corona española. Las demandas de auxilio extranjero para resolver nuestras recurrentes crisis mortíferas y endémicas no datan de estos años de orfandad y decadencia, como pueden creerlo todos aquellos ignaros y analfabetas sigüises que se negaron a declarar persona non grata a una de las alcahuetas, comadronas y casamenteras del tirano, sino que se remiten a los años inmediatamente posteriores a la declaración de la independencia, tal como a ellas se remitieron angustiados Bolívar y todos los patriotas que tuvieron desde siempre la clara conciencia, exactamente como hoy, dos siglos después y como si nada hubiera cambiado, de que sin el concurso de fuerzas extranjera amigas jamás lograríamos derrotar a los poderosos y experimentados ejércitos de la corona. O de cualquier otra tiranía.

Mi edición, milagrosamente reaparecida, data de 1977 y se debe a la editorial Centauro. Y, según me entero, se debió a la intervención de Manuel Malaver, quien lo encontrara en Buenos Aires, mal editado y peor impreso, y quien, dada su enorme importancia, se lo dio a José Agustín Catalá para que lo editase en Caracas. Es importante destacarlo, pues esa fue la plataforma editorial de los combatientes antidictatoriales pertenecientes o cercanos al partido Acción Democrática, cuando ese era un partido en rebelión, patriótico y dispuesto a dar la vida de sus mejores combatientes –Ruiz Pineda, Carnevali, Pinto Salinas y cientos, si no miles de caídos en las luchas clandestinas contra la dictadura militar que además de dictablanda no alcanzó jamás el rigor de una tiranía propiamente tal, como la presente– para reconquistar la ansiada libertad, que viéramos por primera vez luego de la revolución de octubre de 1945, que marcara el fin del gomecimo, estatuyera el derecho al voto universal, directo y secreto y se lo otorgara a las mujeres, inaugurando en Venezuela por primera vez en siglo y medio de vida republicana el ejercicio del voto según las normas cultas y civilizadas de una auténtica democracia.

“No es aventurado afirmar –dice el anónimo narrador de la importante obra que comentamos– que nunca, en ningún tiempo, en ninguna edad ni en ningún país la historia registra una matanza premeditada de tal magnitud y tan cruel en la aplicación de torturas peores que la misma muerte. De la oficialidad española puede asegurarse que murieron cosa de ocho mil individuos… En cuanto a los patriotas y partidarios de la independencia los archivos registran la increíble cantidad de doscientas mil personas sacrificadas… La sangre se vertió en terrible abundancia”. No solo las personas, que esa cifra pronto se duplicaría, sino pueblos y ciudades enteras, que serían arrasadas en los combates: “El costo a que aquellas regiones han alcanzado su libertad es abrumador… La total destrucción de ciudades enteras es cosa probada por los mismos actores en documentos oficiales incontrovertibles. Su terrible laconismo es mucho más elocuente que todas las palabras que puedan acumularse para execrar aquellos actos de barbarie: ‘El pueblo o ciudad de… con todos sus habitantes ha desaparecido de la faz de la tierra”.

Dos citas bastan para demostrar la perfecta reciprocidad y equivalencia de la barbarie, que se tradujo en igual crueldad y terror de un lado y otro: “Los prisioneros eran encadenados y tras las victorias realistas pasados irremediablemente a cuchillo. En carta enviada por el general Morillo al rey Fernando y que fue interceptada por el capitán Chithy, de la marina colombiana, este caftan describe ‘las medidas’ que adoptó a su entrada a Santafé de Bogotá: ‘Toda persona capaz de leer y escribir ha sido condenada a muerte. En esa forma cortaremos junto con la vida de esos individuos ‘educados’ de raíz el espíritu de la revolución”. Seguía la norma estatuida por Boves: asesinar blancos, mantuanos y educados por ser los más peligrosos.

De manera perfectamente recíproca, el horror de las tropas revolucionarias: “Puede decirse que el sitio –el Morro, cercano a Barcelona– fue tomado con relativa facilidad. Así llegó para nosotros, nuevos en aquella guerra, la triste necesidad de asistir a la masacre. Era aquella la primera matanza que presenciaba, y creo que igual cosa ocurría a mis compatriotas. Los españoles, una vez rendidos, comenzaron a sentir los resultados de la bárbara costumbre inventada por ellos. El atroz exterminio duró hasta que no quedó ni uno solo de los 1.300 hombres capturados allí… El espectáculo era tan espantoso que, asqueado, me retiré a mi buque y llegué a sentirme tan mal que en tres días no pude probar bocado… La orden era ‘exterminar a todos los prisioneros”.

En pocas palabras, la de la Independencia no fue precisamente lo que Chávez gustaba de denunciar como “guerra asimétrica”, refiriéndose al poderío militar de las fuerzas armadas de Estados Unidos a las que él y los suyos se enfrentarían con el solo poder de las ideas y creencias libertarias que se atribuía en un siniestro ejercicio de enmascaramiento fascista. Pues lo hacía ocultando sus propios designios: entregarse a Cuba y sus aliados mayores –Rusia y China–, para volverla simétrica, aunque desatando una guerra asimétrica en lo interno, una guerra mortífera del Estado y los ejércitos en sus manos contra el propio pueblo venezolano, inerme y ya habituado a la civilidad de los mecanismos democráticos de resolución de conflictos. Guerra asimétrica de los ejércitos traidores, comandados por el estado mayor de los ejércitos cubanos, contra trabajadores, estudiantes, amas de casa, hombres, mujeres y jóvenes sin importar raza, poder económico, edad, sexo o color. Una brutal mutilación solo posible de llevar a cabo por seres serviles, crueles y antipatrióticos, capaces de poner en práctica la guerra asimétrica contra sus propios compatriotas. Un horror del que algún día, tarde o temprano, los generales de Vladimir Padrino tendrán que dar cuenta.

Ni la guerra ni el terror estuvieron ausentes del enfrentamiento de las izquierdas socialistas venezolanas contra nuestro sistema democrático. Golpes de Estado militares y civiles combinados con focos guerrilleros, contando con el apoyo de las fuerzas armadas del gobierno cubano; atentados terroristas como el del tren de El Encanto y asesinatos de policías desarmados y ministros, llevados a cabo por la extrema izquierda castrista y el PCV. Nada faltó en el siniestro empleo y uso del terror para desestabilizar el sistema, corromper a las fuerzas armadas, dividir a las fuerzas democráticas, y terminar por asaltar el poder bajo el uso de los mecanismos democráticos, aviesamente usurpados bajo la ingenua complacencia de los paladines de la libertad. Basta ver una vez más la foto del anciano presidente Rafael Caldera junto al caporal golpista Hugo Chávez, ambos sonrientes, para comprender lo que Chávez y el chavismo comprendían y comprenden como guerra asimétrica: el asalto y asesinato de un pueblo pacífico y generoso, que ha olvidado una enseñanza esencial de la historia, recientemente recordada por Luis Almagro, secretario general de la OEA: en defensa de la libertad y la paz, todas las armas son legítimas. Incluso el uso de las fuerzas armadas de países amigos de la democracia y la paz. O como bien lo han sabido ejercer Fidel Castro y Hugo Chávez: incluso las armas del terror.

¿Será demasiado tarde como para entenderlo? No tengo la respuesta.

Guerra a muerte, 1828, anónimo, Editorial Centauro, Caracas, 1977, pág. 11.

Ibídem, pág. 57.


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