Parece una paradoja, pero no lo es. La Constitución de 1999 es amplia y diversa en materia de reconocimiento de derechos humanos, pero el régimen político que se ha beneficiado de esa Constitución volvió añicos a todos los derechos humanos. No es una paradoja, sin embargo, porque las proclamaciones de la Constitución eran eso, proclamaciones; no había intención de cumplirlas. Todo aquello fue una burla. Un fraude al pueblo venezolano. La tragedia del siglo XXI lo demuestra de manera inequívoca.

Que algunos quieran seguir equivocándose es otra cosa. Al no más irse la señora Bachelet, arreció la represión a civiles y militares, y los escándalos han alcanzado titulares internacionales. ¿Qué tiene que decir al respecto la alta comisionada para los Derechos Humanos de la ONU? La hegemonía roja la recibió con bombos y platillos, le mintió con su usual descaro, y después de ofrecerle todo tipo de garantías declarativas, decidieron hacer más intensa la represión, es decir la violación crasa de los derechos humanos.

Los derechos humanos, en cualquier dimensión sustancial, sea política, civil, económica, social o cultural, son derechos que las personas tienen por el hecho de ser personas. Los Estados tienen la obligación de reconocerlos, asegurarlos y defenderlos. Eso ocurre en el caso de los países democráticos, con todos los pesares que pueda haber, porque en estos hay una legalidad que no funciona como un apéndice del poder. En los despotismos no hay Estado de Derecho; luego, tampoco hay vigencia de derechos humanos, digan lo que digan las constituciones correspondientes, o la vocería del despotismo.

Ese ha sido y es el caso de Venezuela bajo la égida de la hegemonía roja. Mucha palabrería en el campo de los derechos humanos, y violaciones generalizadas de los mismos de manera constante y creciente. Porque un asunto debe quedar claro: violaciones de los derechos humanos se pueden producir en cualquier parte, y de hecho se producen, pero si hay un Estado democrático de derecho, existe la posibilidad de hacer justicia e impedir nuevas violaciones. Nada de lo cual es posible en los regímenes despóticos, en los que el desprecio por los derechos humanos le es connatural.

Un país regido por una satrapía depredadora, que medio sobrevive en una catástrofe humanitaria, cada vez más aislado, y aplastado por el afán de continuismo de la jefatura del poder, comenzando por los patronos cubanos, es un país donde no puede haber, por definición, derechos humanos de verdad. Hay proclamaciones constitucionales y legales, y mucha verborrea política. Pero todo eso forma parte de una gran mentira. Una mentira habilidosa que durante no pocos años logró imponerse. 

La reconstrucción de Venezuela pasa de forma inexorable por la reconstrucción de un sistema de derechos humanos. Y desde sus propios cimientos. En ese sentido, los derechos humanos no son negociables, y la necesidad de una justicia legítima que los reivindique, tampoco.

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