Venezuela vista desde el aire, que es como la ven los jefes oficialistas desde los aviones que usan a disposición, es hermosa, exuberante, sublime. Paisajes de campos infinitos, ríos briosos y montañas encantadas, pueblos que se observan apacibles y atractivos, espectáculos desérticos, picos nevados y selvas densas e intensamente verdes. Pero es solo desde las ventanillas de las aeronaves.

Hay una Venezuela muy diferente cuando se la va conociendo por tierra, cuando en vez de dar un salto de 40 o 50 minutos, se conduce en una carretera azarosa, atiborrada de huecos de siete u ocho horas a Maracaibo, aún más a Ciudad Guayana, cinco a Puerto La Cruz/Barcelona, por solo citar unos pocos ejemplos. Porque allí, lado a lado con los caminos y vías repletas de indolencia y descuido, poco mantenidas, está esa Venezuela de verdad, profunda, que sufre y padece, pero no se resigna a la perversidad de las falsedades, apariencias e incompetencia.

Es la Venezuela real, auténtica, que duerme y se levanta, que el comunismo castromadurista olvidó, y quiere manejar como plastilina amorfa a gusto y conveniencia; la que crecida de humillaciones y afrentas se desespera porque quieren entretenerla con limosnas de un dinero que mientras más aparece menos compra; la que pasa hambre y come de la basura, que se enferma y muere por falta de medicinas o recursos médicos, y peor, no le alcanza ni para un entierro decente.

En esas carreteras abandonadas por la indiferencia y desidia se platica con esa Venezuela contestataria y rebelde, que polemiza, se opone o protesta, a veces bruscamente, contra algo fraudulentamente establecido. Sin embargo, también se escucha con la atención que merece y demanda. Una Venezuela a la que se le da la mano y abraza con cariño sincero para transmitirle el afecto que el castromadurismo niega, convirtiendo las promesas incumplidas en burda y vacía propaganda, por ello cruel, perversa e inhumana.

No hay que surcar los cielos venezolanos si se quiere conocerla en detalle, hay que rodar dentro de ella, detenerse en cada pueblito, saludar, escuchar problemas y planteamientos de cada uno de sus ciudadanos, porque están abandonados a la mala suerte de ser víctimas del régimen más inútil y embustero de la historia del país. Recorriendo por tierra se aprende cara a cara, se siente, se observan particularidades, se ausculta, se olfatea, se comprueba la tragedia en pormenor.

Tampoco puede circular los caminos rotos una camioneta blindada, con los vidrios oscuros como la noche y afianzados para acaparar el aire acondicionado. Hay que transitarla pueblo a pueblo, con las ventanas abiertas a la brisa tropical, caliente y atormentada. Y no detenerse solo en ciudades grandes, que son desastres en desconcertante silencio que aturde por su desolación, sino entrar a los caseríos y poblaciones descorazonados que, aunque han perdido parcialmente sus esperanzas por tanto engaño y traiciones, mantienen sus cabezas en alto.

La democracia venezolana está siendo arrasada por la cubana constituyente, quienes la reconocen y sus cómplices cooperantes para que un incompetente experimentado para dar al traste con todo lo que toque, trate de dormir en paz y pocas luces. Pero el sacrificio no ha transcurrido en vano, no es casualidad que aquellas protestas que el régimen combatió a balazos, peinillas, gases lacrimógenos y traiciones complacientes por aquello de los espacios, fuesen encabezadas por jóvenes que nacieron justo antes o durante esta democracia retorcida, devenida en lo que siempre fue, una dictadura y corrupta revolución que solo sabe mentir, tergiversar y destruir.

Venezuela es su gente, mujeres y hombres, jóvenes, niños y ancianos, son ellos los que han sido condenados a la miseria y diaria frustración, están en localidades, llanuras y montañas contiguas a las carreteras, y para conocerlos, entenderlos, atenderlos, proporcionarles esperanzas, ilusiones, expectativas, ganar su confianza y compromiso, hay que ir donde están, no sobrevolarles.

Es precisamente lo que hace María Corina Machado, recorrer el asfalto kilómetro a kilómetro de la verdadera y legítima patria grande, la que ve, saluda y escucha cara a cara, viendo a los ojos. Por eso, metro a metro, auténtica, sencilla, coherente en su mensaje, diciendo y conversando verdades –por muy duras– con su pueblo, se ha convertido ella misma en la esperanza.

@ArmandoMartini


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