Los setenta años de la fundación de la OEA fueron recordados en una asamblea general en la que, como era previsible, se convirtió en tema central la situación de Venezuela. La conciencia sobre lo que esto significa dentro y fuera del país, por lo crítico y acelerado del derrumbe, quedó muy bien reflejada en discursos y en un documento que evidencia la generalizada preocupación y la disposición a actuar. La Resolución 2929 del 5 de junio es la más enérgica entre las acumuladas desde 2002 sobre la erosión de la democracia venezolana. Fue aprobada con solo 4 votos en contra: las 11 abstenciones, dada la secuencia previa, revelan la dificultad y hasta el costo que tienen para los gobiernos que antes eran cercanos, de lucir próximos al desprestigiado régimen venezolano.

Desde el presente es interesante mirar hacia atrás, al inicio de las siete décadas transcurridas a partir de abril de 1948. Entonces, con muy activa participación de la delegación venezolana presidida por Rómulo Betancourt, quedaron registradas ideas que ahora se manifiestan con renovada vigencia.

Ya en aquel tiempo estuvo presente en la OEA la tensión entre la responsabilidad hemisférica en materia de protección de los derechos humanos y la democracia, por una parte y, por la otra, el principio de no intervención. Sobre lo primero, decía Betancourt en su discurso ante la plenaria de la Conferencia de Bogotá que habría de aprobar la Carta de la OEA y la Declaración Americana de los Derechos del Hombre: “Venezuela auspicia la sinceridad democrática continental y el respeto efectivo de las libertades y la dignidad del hombre”. Sobre lo segundo, afirmó: “El principio de no intervención, recta y no falazmente interpretado fue tesis reafirmada aquí con singular énfasis (al recordar que) no viola ese principio del derecho público americano, sino que lo complementa y humaniza, la defensa colectiva de los derechos del hombre”.

De entonces a esta parte se sucedieron olas mayores y menores de autoritarismos que, en su diversidad, siempre han compartido la defensa a ultranza del principio de no intervención (salvo cuando se trata de sus propias políticas injerencistas). También en esos ciclos, debe recordarse, ha habido muchas insinceridades por parte de los gobiernos democráticos que han dado la espalda a la pérdida de libertades y derechos en otros países, al dejar que prevalezca la barrera de la no intervención.

A esas realidades obedeció el lento desarrollo del Sistema Interamericano de Protección de los Derechos Humanos. Transcurrieron casi 40 años desde la aprobación de la Declaración Americana (1948), la creación de la Comisión (1959), la firma de la Convención Americana (en 1969, pero solo vigente en 1978) hasta el nacimiento de la Corte en 1979. En adelante, el procesamiento de denuncias, la publicación de informes y las decisiones judiciales se multiplicaron y, pese a las persistentes presiones autoritarias, se han ido fortaleciendo como instancias de seguimiento, evaluación, protección, denuncia y sanción en materia de violación de derechos humanos.

Evolución similar se encuentra en las medidas para la protección de la democracia que, al resumir la larga historia en lo que aquí es más relevante, se sintetizan en el enunciado inicial de la Carta Democrática Interamericana (2001). Así se invocó por primera vez en diciembre de 2002, precisamente ante la crisis política venezolana: “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y protegerla”.

A partir de 2014, tanto los informes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos como las resoluciones del Consejo Permanente de la OEA –a los que deben añadirse los cuatro informes del secretario general Luis Almagro– fueron haciéndose cada vez más sinceros en la caracterización de la situación venezolana. De ese modo se llegó al informe Institucionalidad democrática, Estado de Derecho y derechos humanos en Venezuela, publicado por la Comisión en el pasado mes de febrero y al Informe del panel de expertos sobre la comisión de crímenes de lesa humanidad en Venezuela presentado a finales de mayo, bajo el patrocinio de la Secretaría General de la OEA.

Considerada dentro de este bosquejo, la Resolución 2929 sobre Venezuela, aprobada el pasado martes, es el hito más reciente en una secuencia de aumento de preocupación y compromiso hemisférico ante una crisis que ya no hay modo de desconocer. Tres de sus puntos resolutivos son especialmente reveladores de una mayoritaria sinceridad democrática, tanto más porque no van acompañados por la tradicional invocación falaz del principio de no intervención. Quedó declarada la carencia de legitimidad de la elección presidencial, hecho el llamado a los miembros para “implementar, de conformidad con sus respectivos marcos legales y el derecho internacional aplicable, las medidas que estimen convenientes a nivel político, económico y financiero para coadyuvar al restablecimiento del orden democrático en Venezuela” y, no menos importante, fue decidida la aplicación “en estricto apego al texto y espíritu de la Carta Democrática Interamericana de lo previsto en ella para la preservación y la defensa de la democracia representativa, en los artículos 20 y 21”, es decir, la reafirmación de la voluntad de no dar la espalda a los venezolanos. Así sea.

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