El secretario general de la OEA, Luis Almagro, expresa el sentimiento de todos los gobiernos de la región, y posiblemente del mundo, cuando le resta toda credibilidad al supuesto atentado contra el presidente de la República, Nicolás Maduro, acaecido el sábado 4 de agosto en el centro de Caracas. Es, también, el sentimiento mayoritariamente compartido por la opinión pública venezolana, así los supuestos responsables hayan asumido la responsabilidad por la que denominaron Operación Fénix a través de un comunicado oficial divulgado por una periodista a través de un portal de la red. Es el único indicio de su posible realidad.

Son los hechos. Nadie le otorga credibilidad al supuesto atentado, salvo sus eventuales y desconocidos autores y sus más que eventuales víctimas, que en un acto de sorprendente irresponsabilidad diplomática culpan al presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, de su autoría, quien ha desmentido toda responsabilidad en el hecho. Un diputado de la llamada asamblea nacional constituyente considera vomitivo que ningún gobierno de la región –y del mundo, agregamos– haya condenado el sedicente atentado. Con lo cual se manifiesta la estricta verdad del suceso: nadie lo acepta como verídico y nadie se solidariza con sus supuestos protagonistas: víctimas o victimarios. En pocas palabras: la vida del presidente de Venezuela no es considerada como para ser tomada en serio por ningún poder político del planeta. Su soledad es tragicómica. El desinterés que causa su sobrevivencia, patético. El aislamiento de su régimen no puede ser mayor. La revolución bolivariana ha caído en su más intenso descrédito. En cuanto a sus supuestos autores, su chambonada no merece el más mínimo comentario.

Estamos ante los hechos más estrambóticos y funambulescos de los que se tenga memoria en la conciencia histórica de América Latina. Y dejando al margen de toda consideración la verdad proclamada por unos y otros, a nadie le ha interesado desvelarla. La orfandad del régimen y la soledad de quienes sufren sus ignominias no pueden ser más trágicas y dolorosas. Venezuela está en el llegadero.

Lo que es indudable, pues quedó registrado para la posteridad y ha dado la vuelta al mundo, ha sido el estado de virtual catalepsia e histeria colectiva con el que han reaccionado el presidente de la república y su esposa, las máximas autoridades y mandos de las fuerzas armadas venezolanas, su estado mayor, su equipo de máxima seguridad y la ominosa estampida que provocara, en pocos segundos, el ruido causado por la explosión del artilugio volador, supuestamente portador de la carga explosiva, así como el accidente con una bombona de gas en la cocina de un apartamento ubicado en las adyacencias de los hechos, la estampida, decíamos, de los miles de soldados que asistían como espectadores y homenajeados del acto celebratorio en cuestión: el 78 aniversario de la fundación de la Guardia Nacional.

Nada glorioso. Nada trágico. Nada importante. Nada comparable con otros atentados sufridos por lo que un gran analista venezolano, Ángel Bernardo Viso, llamara “las revoluciones terribles”. Chapita Trujillo cayendo acribillado por las balas en República Dominicana, Somoza abaleado en La Asunción, Carrero Blanco volando por los aires en Madrid, Allende bombardeado en La Moneda. Sobran los casos de atentados en circunstancias semejantes, como el de Anwar el-Sadat, en El Cairo. No se diga el de Muamar el Gadafi en Libia.

Incluso, nuestra tradición, escasa en esos hechos, debe reportar el  asesinato de Carlos Delgado Chalbaud a manos de una gavilla muy posiblemente inspirada en su compañero Marcos Pérez Jiménez, y el que sufriera Rómulo Betancourt a manos de terroristas dominicanos mandados por Rafael Leonidas Trujillo. De los más destructivos, por sus trágicas consecuencias, que culminan con la devastación material, espiritual y moral de Venezuela y la demolición absoluta, plena y total de nuestra principal industria –Pdvsa– y nuestra principal institución –las FAN–, el que sufriera Carlos Andrés Pérez a manos de los comandantes felones y el golpismo cívico militar. El 4 de agosto de 2018 será recordado como el postrer y ominoso coletazo de la salvaje barbarie inaugurada el 4 de febrero de 1992. De esos polvos, estos lodos.


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