Venezuela y su gente recorren vías, situaciones y confluencias cada vez más engorrosas y redundantes, que no solo confunden a los actores en general, sino que inducen en ellos esa suerte de resignación impotente que derrota la voluntad y termina por derrumbar hasta la fe y la esperanza.

En días recientes hemos visto mucho de todo eso, en la confusa actuación de líderes políticos mendigantes de respaldos a cambio de “nada” que sea verdaderamente factible, en los confirmados dislates de un régimen que a duras penas se sostiene en su propia incapacidad para afrontar y resolver los ingentes problemas de la hora actual, un sistema decididamente afincado en la cómplice complacencia de unos cuantos funcionarios castrenses que retienen las armas de la República, en la huida doliente de miles de paisanos que cruzan las fronteras en busca de refugio, de bienes esenciales y de posibilidades de subsistir dignamente, en la sufrida existencia de los asalariados a quienes se les hace imposible vivir de lo poco que obtienen a cambio de afanados y redoblados esfuerzos laborales. Un laberinto que para muchos no sugiere caminos alternativos, los persuadidos del voto popular como solución exclusiva ante la crisis de gobernabilidad que envuelve al país, en tanto que para otros persiste el dilema, la disyuntiva, la oportunidad de escoger entre uno u otro camino concurrente, la posibilidad de una buena o de una mala elección. Dédalo de incertidumbres al fin, complejo, agobiante, desalentador, aunque igual y como siempre, tiene salida.

Octavio Paz en su laberinto de la soledad intenta desdoblar una identidad para los mexicanos, indagando sobre la procedencia de su conducta vital, de su manera de afrontar el mundo que les rodea. El mexicano para él termina siendo un ser cargado de tradición, una esencia que obedece a la voz de la raza. Y en torno a ello se admite que la historia en su despliegue de conductas, realidades y acontecimientos ejerce poderosa influencia en el imaginario colectivo, en el desánimo y agotamiento que se observan en momentos determinados de la existencia de los pueblos, también en el ímpetu avasallante que les encauza en reveladoras y edificantes realizaciones públicas y privadas. Si en la naturaleza del mexicano de nuestros días está todavía presente el drama de la conquista, de la sustitución violenta de sus creencias ancestrales –no olvidemos que el México antiguo fue un imperio–, de las marchas, contramarchas y cambios revolucionarios acontecidos en el período poscolonial, ¿qué podemos decir de los restantes pobladores de la región hispanoamericana? ¿Qué les identifica, qué les motiva, qué les orienta? Creemos que estas preguntas son pertinentes en la Venezuela de nuestros días, abrumada y desencajada, aparentemente incapaz de acometer el esfuerzo liberador que le exigen los tiempos actuales.

El ostracismo, la subyugada aceptación de la adversidad, el colaboracionismo pragmático, la entrega de los valores republicanos, no serán nunca actitudes trascendentes del venezolano, como demuestra la historia. No todo lo que estamos viendo y sufriendo como nación encuentra explicación suficiente en acontecimientos de nuestro pasado precolombino, colonial y republicano; he allí la dificultad que tenemos al momento de interpretar los hechos y de intentar acercarnos a las causas de nuestra realidad contemporánea.

El venezolano de nuestros días asiste al circo pedestre de un gobierno que se retira del mundo civilizado, que acoge la violencia y la exclusión como formas de hacer política, que arrasa sin límite ni reparo la institucionalidad democrática, que asfixia con sus refrendados delirios revolucionarios, ante todo al ciudadano común y que, de manera a veces sombría e incomprensible, obtiene el respaldo –directo o indirecto– de muchos venezolanos ubicados en los diferentes estratos sociales, económicos y culturales. Igual y en tienda aparte, concurre ante la comparsa opositora desvanecida en sus incontables y reiteradas torpezas, no siempre exentas de imperdonables carencias morales.

Es como si Venezuela hubiese llegado finalmente al fondo de la miseria humana, obra culminante de Chávez Frías, de sus cómplices y seguidores.

El laberinto es una prueba, un reto, no una amenaza que exhorta a la sumisión ante aquello que alardea y comparece como acerbo destino. Por ello Octavio Paz convida a la acción, a no rendirse ante la adversidad.

Ningún venezolano de nuestros días habría querido vérselas con estos tiempos que vive la nación exangüe. Nos ha tocado tal suerte y hay que afrontarla con inteligencia, objetividad, ética y sentido de la realidad para salir de ella. El discursillo de quienes proponen arranques violentos es tan poco realista e innecesario como el de aquellos que insisten en las vías institucionales. ¿Con cuáles instituciones podrían materializarse esas vías de escape de la actual situación que vive el país? Quienes las proponen, pretenden conducir al ciudadano común –al tantas veces descorazonado votante y marchante de las últimas dos décadas– hacia las fauces de la misma bestia que se nos impone todavía sin tregua, ¿acaso el minotauro venezolano que últimamente devoró a tantos jóvenes estudiantes en ocasión de las protestas callejeras contra los abusos del régimen?

Pero quienes defraudan al país desde las alturas del poder, también confrontan su propio embrollo, cada vez más complejo, quizás ya para ellos inescapable. No van a ganar la apuesta quienes han sido beneficiarios de estas casi dos décadas de incalculables expolios al erario público; tampoco podrán sostenerse en el tiempo los agavillados del poder público, sobre todo ante el progresivo aislamiento internacional –estos son otros tiempos de la geopolítica global, del intercambio entre las naciones– y el deterioro económico y social que vivimos. Sigue siendo cuestión de tiempo y por ahora no sabremos ni cómo ni cuando saldremos del laberinto. Y en ese orden de ideas, aunque pueda parecer paradójico, no nos es dado perder la esperanza de alcanzar, si prevalece la sensatez, una solución razonable.


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