El país en que vivimos, sumergido en la miseria, la involución, el desencanto, la desesperanza y sin futuro; que se desintegra a ojos vista y se acelera su alejamiento de sí mismo para convertirse en otro, está muy lejos de haber alcanzado la suprema felicidad que los perversos embusteros del régimen pregonan y tratan de vendernos a través de los medios de comunicación y de esas largas y tediosas peroratas presidenciales que nos torturan con una frecuencia inaguantable, en las cuales las vetustas consignas que se esgrimen suenan cada día más huecas y vacías.

La descarada actitud del régimen manipulando el Consejo Nacional Electoral, el Tribunal Supremo de Justicia, la Contraloría General de la República y en general todas las instituciones del Estado y, además, realizando las más groseras y ventajistas maniobras del aparato gubernamental para tratar de contener y neutralizar la inmensa avalancha de descontento y rechazo popular que su malhadada gestión merece, no refleja otra cosa que no sea el desaforado terror y desesperación que le embarga. Es el miedo que atenaza al régimen cuando constata diariamente que las fuerzas desatadas de la sociedad venezolana lo sindican como el causante de los terribles males que la aquejan y que ha asumido e internalizado como perniciosos para el bien común, y que por ello, legítimamente, aspira y busca un profundo cambio tanto en la forma de conducir como de los conductores actuales del país. Los venezolanos hemos aprendido –y esperamos que para siempre– que la manipulación perversa de las masas y la exaltación de sus peores instintos que el régimen ha utilizado por tres lustros y fracción solo ha conducido a crear una inmensa bola de odios, abusos y descalificaciones sin un resultado positivo tangible para los ciudadanos, particularmente, para los jóvenes que no creen en nada porque no encuentran nada en qué creer porque la visión de un mundo mejor, pretendido por el régimen para ellos, ya ni siquiera es un cuento, sino una colosal mentira.

Los venezolanos estamos cansados de aceptar pasivamente que la lacra de la corrupción y el afán desmedido de enriquecerse en el menor tiempo posible de los validos del régimen: políticos, comerciantes, inversores, jefes militares y figuras más o menos públicas, sigan realizando sus latrocinios con la impunidad que les confiere la complicidad gubernamental que ha convertido al país en una gigantesca componenda de intereses crematísticos. Por las calles de Venezuela deambulan personas hambrientas sin expectativas, llenas de indignación contra el régimen por todo lo que les ha sido negado debido al despilfarro y la concupiscencia de los que gobiernan. A pesar de las tantas promesas y discursos y de las prebendas ofrecidas, son hombres y mujeres, prohijados durante mucho tiempo, pero cansados de recibir la pobreza repartida a conciencia.

Estamos cansados de que el régimen nos imponga la sumisión como la esperanza de sobrevivir en el caos en que ha convertido a la República. La política de combinar el poder omnímodo y totalitario del Estado con una ideología repleta de mentiras y promesas incumplidas pretende aplastar la voluntad de millones de personas para potenciar la subyugación y avasallar, incluso, el ansia de libertad, condición esta esencial para el venezolano. Estamos cansados de que se nos atemorice colectivamente para controlarnos, falsear la verdad y obligarnos a asumir una pasividad lacerante de autodefensa que pretende tratar de evitar que nos califiquen como enemigos internos a los que hay que reprimir, torturar, encarcelar, despojar de sus fueros ciudadanos y convertirnos en parias ante la historia.

Con el devenir de los años, se han alterado de una manera irreversible dos percepciones: la que el país tiene del régimen y la que el régimen tiene del país. Ese proceso, traumático y doloroso, ha permitido que el ciudadano común se haya percatado de que las privaciones, carencias y prohibiciones que ha sufrido estoicamente en aras de un prometido futuro mejor se han perdido irremisiblemente; que el régimen es el resultado de la mayor suma de incompetencia, brutalidad, mitología patriotera, intransigencia, fanatismo, odio; un régimen repleto y contaminado por el pragmatismo cubano, pero, por sobre todo, concebido para realizar fraudulentos buenos negocios al amparo de su pasantía por el poder. La historia de los últimos 18 años nos ha enseñado que el régimen disfruta más castigando que aceptando, hiriendo más que aliviando penalidades, acusando más que comprendiendo. Ahora, por el lado del régimen, sus seguidores tienen la certeza de saber que están mucho más solos, que su utopía fracasó y que en lo adelante, si desearan realizar algo útil, es dedicarse a cuidar sus vidas y suertes. Los ciudadanos que son más libres, dueños de sí mismos y que no pueden abrigar expectativas sobre el futuro prometido por el régimen que saben será peor tienen, a su vez, la certeza de que la ganancia de libertad que significa vivir sin miedo lo compensa todo.

Y, por todo ello, los venezolanos opositores tenemos la autoconfianza y la necesaria ambición para alcanzar los fines más arduos o elevados; estamos convencidos de que nuestra acción masiva, decidida y valiente nos permitirá lograrlos e iniciar y realizar las transformaciones que urgentemente demanda la nación. Parafraseando a Simón Bolívar, ¿es que acaso 18 años de cansancio y hastío no bastan?


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