Iniciándose apenas este mes de enero de 2018, Venezuela se nos presenta como un país ocupado por la Fuerza Armada Nacional, la cual funge como esquirol de un grupo político de ultraizquierda que no tiene en su haber nada de qué vanagloriarse, a no ser su retórica hueca, inspirada en revoluciones de otras latitudes que exhiben estelas de fracasos. La FAN actúa a la manera de un conquistador que se aprovecha de la debilidad de una sociedad civil desarmada cuya fortaleza moral descansa en sus sublimes ideales democráticos.

El territorio nacional y sus instituciones son ahora manejados como centros de comercios donde todo tiene precio de ruindad y despropósito. El país es en estos tiempos un humillante arco minero, plagado de operadores que, con el mayor desparpajo, exhiben su condición criminal lanzando miradas cortantes, a diestra y siniestra, con el deliberado propósito de asegurarse la impunidad necesaria. Frente a la tenebrosa realidad, los hombres y mujeres de bien no tienen otra alternativa que impregnar sus corazones con el mismo silencio del universo.

Vivimos por tanto sumergidos en una realidad que ni siquiera Dante se pudo imaginar en el más recóndito círculo del infierno. Ni dentro ni fuera de nuestras fronteras hay la más mínima duda de que en estos dieciocho años de gloria roja, impregnados de mensajes mesiánicos y de poderes hechicerescos, se han estafado, dilapidado y robado más recursos de nuestro territorio o el erario público del que se pudo sustraer y dilapidar en el largo período que va de la conquista de América al segundo gobierno de Rafael Caldera que concluyó el 2 de febrero de 1999. Se trata de un hecho cierto que produce escalofríos.

A través de la radio y la televisión se nos dijo que si se era pobre y se estaba hambriento se podía robar. Se produjo entonces un murmullo escandalizado. Hubo resistencia de muchos que sin dudarlo se aferraron al mandamiento cristiano. Pero ese terrible día, en nombre de millares de seguidores, la autoridad suprema concretó su pacto indisoluble con el maligno. Fue, sin duda, una forma vil de apoderarse de buena parte del alma del país y de que muchos lo siguieran y adoraran como a ningún otro líder del pasado.

A partir de aquel momento todo fue truenos y relámpagos, y una mayoría del pueblo comenzó a rendirle culto impíamente. En contraprestación, cuando él se sumergía entre la masa se olvidaba de sí mismo y se mimetizaba como colectivo. Fue entonces cuando perdió toda capacidad de ponerle frenos a sus apetitos oscuros y desbordados.

Luego de su trágica partida, cuando la pesadilla y la tragedia se asomaron en el horizonte, muchos enmudecieron y otros trataron de justificar lo injustificable. Solo el más obcecado, el que al final tomó el mando junto al colectivo que le es fiel, mantiene el mismo rumbo errático y sin retorno, que inexorablemente conduce a la destrucción total (a pesar de exhibir apariencias de éxito, control y poder) en lo más profundo del corazón de las tinieblas.


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