Ninguna sociedad está enteramente exenta de vivir apremios, de tropezarse con la mala fortuna, de ver a sus ciudadanos arrinconados en situaciones extremas. Tampoco la adversidad será permanente, las condiciones de vida y las personas se renuevan y de todo cuanto ocurre en el contexto social siempre quedarán importantes lecciones. A veces pareciera que los pueblos no tienen memoria; no hay duda de que el paso de las generaciones termina por matizar los recuerdos. Sin embargo, algo queda en la mente de los pueblos, una suerte de invocación inexorable que emplaza a los ciudadanos –al menos algunos de ellos, a veces en posiciones de liderazgo–. Y los errores históricos igual se repiten, los pueblos sí se equivocan, aunque también rectifican, como demuestran los hechos.

Quienes ocupan emplazamientos de privilegio deciden en nombre de las mayorías populares, muchas veces sin darles verdadera participación en aquello que les concierne. La manipulación marrullera de procesos que conllevan toma de decisiones importantes para la sociedad –el sufragio universal o la consulta viciada en su esencia misma– se ha convertido últimamente en herramienta predilecta de quienes pretenden imponer sus visiones sesgadas y propuestas fallidas a sus conciudadanos. Podría pensarse que la veracidad o falsedad de una doctrina, de una política pública, de una ideología, dependería en un momento dado de su valor práctico para la liberación de la sociedad, con prescindencia de su valor teórico –bien conocemos aquellos habituales vicios de la política y los regímenes que impiden una evolución razonable, pero igual cabe preguntarnos ¿cuál es el valor teórico, por ejemplo, del socialismo del siglo XXI?–. A veces la teoría y la práctica de ciertas ideologías conocidas solo definen y ratifican el camino equivocado, la irrealidad de sus planteamientos. Y en este orden de ideas, no es admisible que se presente como encarnación de la verdad una doctrina ampliamente rechazada por pueblos, por naciones enteras, por el mundo civilizado, por holgadas mayorías con derecho al voto en elecciones libres. El socialismo extremo que nos envuelve junto a la Cuba doliente de nuestros días no se identifica con el respeto de la dignidad humana, con la garantía constitucional de los derechos humanos, con la igualdad de condiciones entre los hombres. Se trata pues de un sofisma más que nos compromete transitoriamente; ya dijimos que todo pasa.

En la Venezuela de nuestros días se publican libros, se realizan estudios, se exhiben estadísticas, se hacen declaraciones, unas en apoyo a las políticas del gobierno en funciones –tan llenas de mentiras y pretendidos engaños–, otras en franca oposición a sus consumados dislates –las que provienen de una oposición muy poco articulada y habitualmente confusa–. La literatura marxista-leninista se difunde desde las alturas del poder público, prometiendo un mundo mejor, mientras la realidad palmaria del pueblo venezolano desdobla esa gran paradoja que tristemente lo identifica: un país con ingentes recursos naturales, con reservas morales importantes, con gente educada para llevar a buen término los más variados y exigentes emprendimientos, con una juventud pujante y formada para la acción, con empresas que fueron prósperas –comenzando por la estatal petrolera–, hoy día subyugado por la mediocridad de unos pocos que lo explotan y lo oprimen, venido a menos, convertido en factoría en indigentes, de enfermos que mueren de mengua ante la falta de asistencia médica, una sociedad arrumbada por la delincuencia común que la humilla y aterroriza. Y mientras la oposición política intenta abrirse espacio a través de enigmáticas negociaciones y propuestas condicionadas al cambio de régimen, solo crece el partido de los descontentos, el que supera tanto a izquierdas como a derechas, a los de la sociedad democrática, de la libertad de consciencia o del pensamiento cristiano. Y todo cuanto sucede en estos días aciagos termina por arrasar esperanzas de un futuro mejor, sobre todo para los jóvenes, desconcertados ante la suerte que les ha tocado vivir.

Pero este cuadro dramático y poco alentador no ha podido doblegar esa férrea voluntad y espíritu de lucha de numerosos venezolanos que no se resignan a perder el país para siempre. Aquellos que hoy valoran las lecciones aprendidas de los últimos lustros, que donde quiera que se encuentren –en Venezuela o el exterior– hacen todo cuanto les sea posible para inducir un cambio necesario, para recuperar el país del abismo en que se encuentra. Y para la comunidad internacional, el ejemplo que traducen estos años inexplicables deviene en alerta de lo que podría ser el futuro si no se implementan las necesarias reformas en los sistemas políticos, en el pensamiento y la acción de sus factores actuantes.

La Venezuela de nuestros días es un referente necesario, como lo fue la Alemania nazi en su momento, un país que se infligió daño a sí mismo, que alcanzó el fondo de la miseria humana en el extravío de actuaciones, elecciones y políticas desacertadas. Pero ello, paradójicamente, la refuerza como posibilidad de cara al futuro. Volverá la reconciliación y la promesa de un país mejor, ante todo para quienes a pesar de lo vivido no han perdido el tiempo, ni la fe ni la esperanza, para quienes han afianzado su fuerza moral y se han preparado para afrontar exitosamente el porvenir.


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