¡La vida nos muestra, por otros medios, aquellas cosas que no nos es posible mirar con los ojos! 

Me permito recordar la dedicatoria que hiciera en su célebre libro El principito Antoine de Saint-Exupéry cuando pide perdón a los niños por haber dedicado su libro a “una persona grande”. Menciona tres excusas: que esa persona grande es su mejor amigo, que puede comprenderlo todo, incluso los libros para niños, y una tercera: “Que esta persona grande vive en Francia, donde tiene hambre y frío…”. 

Al valerme de las profundas reflexiones que encierran tales palabras de la dedicatoria anterior, gracias a la posibilidad que me permite El Nacional, quiero ofrecer mis líneas de esta semana en que se acostumbra celebrar el Día del Padre en Venezuela a mi hijo, quien sé tiene hambre y sed de justicia por todos los jóvenes de su generación que han sido asesinados, encarcelados y torturados en Venezuela. Sé que así lo sienten muchos jóvenes latinoamericanos y de todo el mundo, como por ejemplo en Cuba y Nicaragua, también.

¿Fueron realmente niños alguna vez los ahora jerarcas de la tiranía que oprime a Venezuela?  ¿Nicolás Maduro verá la realidad y entenderá que debe retirarse antes de que sea demasiado tarde? ¿Se podrán evitar más enfermedades, muertes y derramamiento de sangre tolerando este régimen? Y, a los pocos de la cúpula, quienes aún insólitamente le secundan, ¿serán conscientes de que están siendo responsables del hambre, de la desnutrición que se ve en los cuerpos y tallas de nuestra niñez? ¿Querrán evitar a nuestros niños más dolor y muerte? ¿Reconocerán finalmente que no tienen la aprobación mayoritaria del pueblo venezolano y por tanto que deben abandonar el poder?

En su libro El olor de la guayaba Plinio Apuleyo Mendoza le pregunta al indiscutiblemente merecido premio Nobel de Literatura 1982,  su amigo Gabriel García Márquez: ¿De qué forma se podría describir algo como el trópico? Este respondió, haciendo mención a una guayaba caída en inicio de pudrición, que la fruta despide un olor característico que haría que cualquiera que la conozca pueda imaginarse en qué clima está pisando la tierra.

¡Este domingo 17 de junio Colombia elige más que un presidente, un camino para su pueblo! Después de una exigente campaña electoral, va en segunda vuelta a las urnas a decidir con cuál opción desea transitar el camino a una paz perdurable y consistente. Camino de fortalecimiento de las instituciones para la  justicia y para la libertad, dentro del progreso democrático de la nación. 

Iván Duque ha ofrecido reconstruir, a la luz de la verdad y de la justicia, sin impunidad ni traición, esa paz que necesitamos y anhelamos todos para Colombia y para  la región. Parafraseando al poeta español Antonio Machado: ¿Será que es como ese caminante para el que no hay camino sino que se deberá hacer camino al andar? 

La poscolonial disputa entre centralistas o federalistas mantuvo a  colombianos, conservadores y liberales, enfrentados hasta mediados del siglo XX.  Con la desgracia del último episodio de asesinato del líder Jorge Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948; el desencadenamiento de confrontaciones fratricidas que, desde la prolongación de las luchas en zonas urbanas y disputas por el control  de las instituciones, alcanzaron hasta las zonas rurales por el control del poder sobre el territorio. En aquellos años Venezuela habría de transitar continuas guerras también, desde finales del siglo XIX hasta el XX. Guerras que se fueron sofocando de la mano férrea de Cipriano Castro y  Juan Vicente Gómez primero, hasta López Contreras y Medina Angarita,  luego. Dibujando un país de caudillos que derivó en la vida de partidos de comportamiento estalinista, igualmente con caudillismo pero de naturaleza populista.

A partir de los años setenta del siglo pasado, cuando la democracia colombiana continuaba tambaleante, esta vez frente al poder del narcotráfico, Venezuela comenzaba  a sentir el determinante impacto del fenómeno migratorio. La influencia del dinero proveniente de la droga se hacía cada vez más presente en la política. El ingreso masivo de miles de hermanos colombianos a Venezuela, ya desde los ochenta, se constituyó como la mayor población de inmigrantes de un país específico, la cual por sí sola superaba a toda la suma  del resto de proveniente de otros países del mundo juntos. 

Mientras tanto en las calles de las ciudades de todos los países consumidores de Europa y Estados Unidos, en sus zonas estudiantiles, universitarias y hasta de liceos, comenzaba a dar cada vez más el mal olor de las yerbas en dormitorios y pasillos, hasta producir el dolor de mayores adicciones a que estas conllevan. Convirtiendo decenas de miles de jóvenes en prisioneros de las redes de narcotraficantes, trata de blancas y muerte, trajo, y seguirá trayendo a menos que los detengamos, tantos padecimientos a las familias norteamericanas, europeas y latinoamericanas. Desde la terrible adicción a las muertes por ella.  Del olor a la sangre derramada heroicamente por sus hijos, en  guerras contra las dictaduras fascistas o comunistas desde mediados del siglo XX,  se han perdido hijos también en las drogas, con las cuales seducidos de a poco han sido liquidados por mafias insensibles del negocio maldito.

Entre tanto, las cada vez más empobrecidas y congestionadas ciudades de los llamados países de la periferia, subdesarrollados o “en vías de desarrollo”, como eufemísticamente se les nombraba en círculos  de investigación, percibían los malos olores de la pobreza de nuestra Latinoamérica. Es el hedor de la orina  y excrementos por doquier. No solo en los barrios sin servicios de agua potable y  cloacas  o aguas servidas, sino también en los escondrijos de las grandes urbes, donde el trabajador del campo emigrado a las ciudades, por cualquier labor, por cualquier venta de accesorio, fruta o servicio, como limpiar zapatos o el parabrisas de un moderno vehículo, encontraba mayor remuneración de la “vida cosmopolita” frente al abandono y la pobreza de la vida del campo. De allí nacieron los cordones de miseria. De allí la marginación y la droga.

Venezuela se convirtió a partir de la segunda mitad de la década de los setenta  en uno de los países de América Latina con más bajo ingreso per cápita (desde 1976 hasta finales de los noventa) ante la avalancha migratoria con el consecuente crecimiento poblacional desbordado, sin aumento compensatorio en la producción de bienes y servicios. La pobreza de los campos, de los caudillos militares como protagonistas de la escena, se trasladaba hacia las ciudades capitales en las regiones; y de allí a cuatro o cinco capitales dentro de Venezuela. Caracas, como capital nacional, absorbía una presión demográfica y social incontenible bajo el modelo centralista de Estado populista todopoderoso. Luego lo vimos desbordarse el 27 y 28 de febrero de 1989, con el llamado Caracazo.  La corrección de la pobreza y la paz tienen un punto fundamental en común, no se puede hacer con populismo. Tiene que basarse antes que nada en valores y principios. En el respeto a los derechos humanos y a la búsqueda del equilibrio entre el bien colectivo y el bien personal. Ello es posible dentro de la perfectibilidad de la democracia. Promoviendo el conocimiento, el trabajo bien remunerado mediante la inversión y las tecnologías y las alianzas público-privadas.

Hasta aquí les dejo esta primera parte de lo que va saliendo de mi mente y de mi alma. Confío en que el pueblo colombiano percibirá el olor de la guayaba podrida que hace rato cayó de la mata y que, como dice la frase bíblica, por sus frutos –y olores digo yo– los conoceréis.

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