La hiperinflación, el rápido aumento de bienes y servicios y la pérdida de valor de la moneda es, por lo general, consecuencia de las guerras, las depresiones económicas, los trastornos políticos, la emisión de dinero inorgánico y, por supuesto, la pérdida de confianza en el gobierno de turno. En la Argentina de la hiperinflación inaudita de 1989 y 1990, cuyas consecuencias aún persisten, de un modo u otro, era traumático salir de un mercado y tener que regresar una o dos horas después para vivenciar que todo había subido de precio. Al paso de las agujas del reloj, los víveres aumentaban demencialmente, al igual que el resto de bienes y servicios. Esta hiperinflación también sucedió en la Alemania de la posguerra; todavía está en la memoria de quien la vio, aquella fotografía que mostraba a una persona llevando una carretilla de billetes para comprar un bollo de pan. 

En Venezuela, el régimen ha decidido decretar el fin de la hiperinflación que ella misma ha generado y, deliberadamente, no deja de generar con el regular aumento nominal de los salarios, el control absoluto de los precios y la inactividad de producción en todos los rubros, por ejemplo, no producimos ni pasta dental. Miraflores a duras penas recibe los dólares que la quebrada Pdvsa ingresa al país fruto de los pocos barriles que produce, pues tampoco se sabe a ciencia cierta de los niveles de producción. A los genios del régimen se les ocurrió la solución ya acostumbrada: quitarles tres «0» al valor nominal de la moneda.

En el país, cualquier bien o servicio aumenta endiabladamente en cuestión de días, pero no podemos percibir la tragedia en toda su dimensión, ya que –al fin y al cabo– no es necesario tener billete sobre billete porque, para colmo de males, tampoco lo hay. Para ello están las transacciones electrónicas, es decir, las transferencias bancarias que también nos remiten al control mafioso de los puntos de venta. Al venezolano si no lo agarra el chingo, lo agarra el sin nariz.

Interiorizando la triquiñuela del gobierno, 1.000 bolívares fuertes (que eran 1 millón de bolívares), pasa a ser equivalente a una unidad de bolívar y, así sucesivamente. Esta acción intenta enmascarar la hiperinflación digital, inédita en el mundo. Si el pasaje de autobús es hoy 2.000 bolívares fuertes –es decir, 2 millones de los bolívares que conocimos en el siglo pasado– la gente lo asumirá, a partir del mes de junio, como 2 bolívares soberanos. Un vulgar y simple caramelo vale en realidad 1 millón de bolívares. Saque la cuenta del precio real de los alimentos, la ropa, el calzado, y paremos de contar, hasta poder pensar que en sus planes podría estar enmascarado un aumento de la gasolina. Toda una trácala contable de la que no supo Argentina y otros países apresados por la hiperinflación.

Esta solución no va más allá de la intención psicológica de calmar la ansiedad de los venezolanos de no poder manejar los costos diarios en billones de bolívares. Mientras persista una alta demanda y una baja oferta, producto del manejo económico para concentrar tanto el poder como los dólares en manos del gobierno, no se detendrá esta carrera de destrucción del país. Por el contrario se incrementará, agudizando día a día los problemas, generando un caos de grandes magnitudes.

@freddyamarcano


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