«Han pasado 20 años. Han devastado a la nación. Venezuela yace en ruinas. Y ya al final del camino, cuando no cuentan sino con el apoyo del terror armado, quisieran dar un zarpazo final mediante un Venezolanazo: negarnos la electricidad, el gas, el agua. Exterminarnos. Sin alimentos ni medicinas. Y convertir a Venezuela en un campo de concentración como Dachau, Auschwitz o Treblinka. Solos, no podemos. Esperamos el auxilio de fuerzas armadas aliadas. O pereceremos». ASG

La ruta de esta regresión al corazón de nuestras tinieblas no puede estar más clara y demuestra perfecta sincronización, preparación y decisión de hacer tierra arrasada con el único país de América Latina que supo oponerse a Fidel Castro y vencerlo en los terrenos político, militar y diplomático: la Venezuela liberal democrática del Pacto de Punto Fijo y el liderazgo de Rómulo Betancourt y Carlos Andrés Pérez. Que en un momento de extrema ceguera y abandono de sus instintos, se dejó vencer por la traición de sus ejércitos, la estupidez de sus elites y la mezquindad de su clase política, realizando el más absurdo proceso de automutilación de la historia moderna de América Latina. ¿Existe algún otro país en el mundo civilizado de hoy que haya sido privado de luz durante más de 100 horas y de agua por semanas, sin alimentos ni medicinas?

La primera estación de este vía crucis la sufrimos con el llamado Caracazo, el 27 de febrero de 1989. Cuando recién instalado el gobierno de Carlos Andrés Pérez y a la menor circunstancia propicia, los partidos marxistas del patio –el MAS, el MIR, la Causa Radical, la Liga Socialista, el Partido Comunista y los remanentes de las guerrillas que incubaban las futuras fuerzas del chavismo– se hicieron a la promoción, dirección y coordinación del saqueo del comercio minorista, sobre todo en los barrios populares de Caracas. Una situación que dejada a su suerte alcanzaría dimensiones catastróficas, obligando a la intervención de las fuerzas armadas ante el desborde de las policiales. Con un lamentable saldo de muerte y destrucción. Fue el ensayo general de la insurrección, siempre postergada por la decisión del golpismo militar de excluir a los civiles de toda participación en el golpe de Estado, ya suficientemente avanzado.

No fue casual que tuviera lugar a pocos días de la visita de Fidel Castro. Y cuando la conspiración golpista ya había trazado su hoja de ruta para el asalto al poder, indistintamente de quien ocupara la Presidencia. La fijación inveterada del militarismo venezolano, intentado año tras año desde la caída de Marcos Pérez Jiménez. Como lo contaría el propio Hugo Chávez y lo relatara su cronista y portavoz oficioso, Alberto Garrido, se trataba de implementar la política “del chinchorro”: cuando el poder se encontrara en su momento más bajo se procedería a derrocar mediante un golpe de Estado militar a quien ocupara por entonces la Presidencia de la República. Quisieron los hados que fuera el caudillo andino Carlos Andrés Pérez Rodríguez, y que el golpe tuviera lugar no en el momento más bajo del chinchorro, sino cuando sus éxitos macroeconómicos se hallaban en el cenit y el país se aprontaba a dar un salto cualitativo de proporciones históricas, que hoy nos tendría a la cabeza de América Latina. Así lo reconoció la elite económica mundial en Davos a horas del golpe de Estado. Fue una auténtica puñalada por la espalda.

No se equivocó el golpismo, ya profundamente infiltrado y enquistado en todos los intersticios de la sociedad política, cultural y mediática venezolana. Desde el 4 de febrero en adelante, el golpismo se convirtió en el deporte preferido de una Venezuela frívola, irresponsable e inconsciente. El alevoso respaldo indirecto de Rafael Caldera “a los jóvenes insurrectos” abrió las puertas a la notabilidad que le dio carta de ciudadanía al asalto armado al poder político. Esperar el golpe se convirtió en diversión folklórica del país nacional. El Caracazo abrió las puertas a la quiebra de la estabilidad política, precipitó la fractura del orden interno de las fuerzas armadas, enfrentó a distintos sectores de la clase política y rompió el tabú de la supuesta fortaleza del sistema democrático venezolano.

Lo demás fue coser y cantar. Mientras el establecimiento corría desesperado detrás de quien pudiera representarlo –desde una reina de belleza hasta el capataz del partido mayor– y la cultura caía seducida por la carne en vara, las banderitas tricolor, el joropo y los amaneceres llaneros, el golpismo cívico militar se aprontaba a asaltar Miraflores, suficientemente aupado por los principales medios del país. Carlos Andrés Pérez fue sacrificado luego en una orgía de barbarie jurídico-política, el mismo Caldera se prestó a servir de plataforma y puente entre el golpismo militar y las esferas del poder público y Chávez pudo remontar las encuestas en algunos meses, de un insignificante 2% en enero a un impresionante 56% en noviembre. El resultado: un auténtico asalto electoral. A mano armada. Sirviéndose de un sistema electoral que reconoció con hidalguía su victoria, pero que, ya en manos del golpismo, no permitiría nunca jamás un triunfo opositor. La democracia había muerto, así muy pocos se enteraran del suceso. Un muerto sin dolientes. Una avalancha de caos, ruina y destrucción se desataba empaquetado en la seducción patriotera y fascista que terminaría entregando el petróleo y la soberanía a la tiranía castrocomunista cubana. Sin recibir ni disparar un solo tiro. Para hacer trizas una cultura trabajosamente construida.

Han pasado 20 años. La alianza de la corrupta brutalidad militar, la felonía intelectual y la ignorancia de las masas han devastado a la nación. Venezuela yace en ruinas. Y ya al final del camino, cuando asaltantes e invasores no cuentan sino con el apoyo de la fusilería, quisieran dar un zarpazo final mediante un Venezolanazo: negarnos la electricidad, el gas, el agua. Los alimentos y las medicinas. Y convertir finalmente a Venezuela en un campo de concentración como Dachau, Auschwitz o Treblinka. Aniquilarnos. Solos, no podemos. Esperamos el auxilio de las fuerzas armadas de los Estados Unidos. O pereceremos.


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