En estos días, se han cumplido veinte años de la elección presidencial que llevó a Hugo Chávez a la Presidencia de la República de Venezuela, con la promesa de acabar con la pobreza, combatir la corrupción, garantizar la independencia del Poder Judicial, asegurar el respeto a los derechos humanos, y fortalecer la participación popular en la elección de nuestros representantes, en la toma de decisiones, e incluso en el ejercicio del poder público. Con esas y otras promesas, Chávez sembró ilusiones y esperanzas en millones de venezolanos, y puso el foco de la atención mediática internacional en lo que se anunciaba como una revolución pacífica. Veinte años después, el contraste con lo que había y lo que hay es inmenso.

Antes de la llegada de Chávez al poder, el precio del barril de petróleo se cotizaba a 8 dólares, lo que ciertamente impedía que el Estado pudiera ir tan rápido como quisiera en la solución de los problemas nacionales; pero las calles y autopistas estaban relativamente bien mantenidas, al igual que la red eléctrica, el suministro de agua potable y los servicios de salud. No había presos políticos, y la gente podía manifestarse libremente en las calles. Aunque había algunas restricciones indebidas al ejercicio de la libertad de expresión, no había una política de gobierno dirigida a silenciar a la oposición o a encarcelar a las personas simplemente por sus ideas u opiniones, y los medios de comunicación social gozaban de un amplio margen de libertad.

Cuando Chávez tomó posesión de su cargo, había miles de empresas y más hectáreas de tierra cultivada que las que hay ahora. Había inseguridad, pobreza y corrupción; pero no imaginábamos las dimensiones a que podían llegar los asesinatos y secuestros (¡a veces cometidos por la misma policía!), o la magnitud y el drama de una pobreza generalizada, agravada por la humillación a que se somete a miles de seres humanos a cambio de una bolsa de comida. No concebíamos los actos que pueden llegar a cometer jueces envilecidos al servicio de un proyecto político. Tampoco podíamos sospechar que, junto con la bonanza de los precios petroleros, los “hombres nuevos” elevarían la corrupción a cifras escandalosas.

Gracias a que Venezuela era un país pujante, capaz de crecer y prosperar, era, también, una tierra de inmigrantes venidos de todo el mundo en busca de un futuro mejor. Con todos sus defectos, este era un espacio de libertad, preferido por los perseguidos políticos de todo el mundo. Ahora nos hemos convertido en un país de emigrantes, cuya gente huye en busca de trabajo y libertad.

Nunca, en la historia de Venezuela, había habido tal grado de discriminación y persecución por motivos políticos; ahora, para obtener un empleo en la administración pública, para renovar un documento de identidad, o para conseguir una bolsa de comida, hay que tener el “carné de la patria”.

En unas elecciones fraudulentas que se acaban de celebrar, y según cifras de un CNE que obedece instrucciones de este régimen, solo 27% de los electores habría concurrido a votar. De ser cierto, hoy hay menos participación popular en los asuntos públicos (y menos confianza en el árbitro electoral) que la que hubo en 1998, cuando Chávez fue elegido presidente de la República.

Transcurridas dos décadas desde la llegada del chavismo al poder, lo cierto es que hoy no tenemos un país mejor que el que recibieron; en realidad, según algunos expertos, hemos retrocedido a condiciones semejantes a las que había en 1960. Carlos Gardel nos enseñó que, cuando se piensa en el ser querido, veinte años no es nada; pero, cuando se trata de un gobierno que le ha declarado la guerra a su propio pueblo, estos últimos veinte años solo son el equivalente al retroceso, la ignorancia, la miseria y la corrupción.


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