La Luna, lo hemos escrito otras veces, ofrece dos características que le son propias y reiteradas: en primer lugar, carece de luz y en este sentido es apenas un pasivo reflejo de la luz del sol y en segundo lugar, cumple inexorablemente fases en las que cambia de forma hasta desaparecer, pero es variable y dependiente (la donna è mobile qual piuma al vento…). De allí que, desde la antigüedad, se la asocia, injustamente, con los cambios y períodos que se operan en la mujer. La Luna crece y al mismo tiempo se transforma igual que nosotros: nuestro paso por la vida nos conduce fatalmente a la gloria o a la tragedia de nuestra propia muerte.

Lo hace la Luna porque desaparece, que es como morir de a poco; se ausenta durante tres días y noches y posee el privilegio de renacer para volver a iniciar y concluir las fases que la llevan a una nueva disolución. Se comporta como el Sol que también muere en cada atardecer, dice: “¡Adiós, pero vuelvo pronto!” La antigua creencia de que los muertos viajaban a la Luna determinó que, desde muy temprana edad, yo le rindiera culto porque nací el año en el que murió mi hermana Liliam y cuando preguntaba por ella mi familia me aseguraba que no solo vivía en la Luna, sino que la intensa luminosidad del satélite era la luz que brotaba del espíritu de mi hermana. Desde entonces miro la Luna, pienso en Liliam y anhelo que en la inimaginable densidad de la soledad lunar, en su lado oscuro nunca visto desde el suelo que pisamos es donde mi alma desearía permanecer para siempre.

El oso, después de invernar vuelve al bosque; los cetáceos, al hundirse aparatosamente en las aguas oceánicas, reaparecen para sumergirse nuevamente. Pero también lo somos nosotros porque a medida que crecemos y avanzamos vamos muriendo o desapareciendo bien sea clausurando las ventanas de la infancia, cerrando los postigos de la furiosa juventud o abriendo las puertas de la vejez para que la muerte entre por ellas. Las dos primeras son muertes lentas, silenciosas, desvanecimientos que se refugian en la memoria y allí creen vivir atrapadas por la nostalgia del paraíso perdido. ¡La última puede convertirse en una música gloriosa si nos preparamos para recibirla, si la esperamos con los ojos abiertos!

¡Erramos cuando creemos ver una sola Luna en el cielo! Magdalena, la niña que adoré siendo también yo niño y murió antes de cumplir doce años, afirmaba que la Luna que ella veía en enero, no era la misma que se sostenía en el cielo de agosto. Tal vez, pienso yo ahora, lo suponía así porque la Luna que llevaba por dentro ya se estaba desvaneciendo con la enfermedad que la arrebató.

En la Antigüedad Clásica, antes de que la presencia autoritaria del hombre desplazara a la mujer, existían diosas: Isis, Diana, Hécate, Artemisa y era Selene y no Helios, la que medía el paso del tiempo. Así se sumaban los años y se llevaba la cuenta de los desastres y acontecimientos.

Y con sus apariciones y desapariciones, las mareas continúan avanzando o alejándose del acantilado; siguen haciéndose fértiles las plantas y las mujeres y aun persiste en el desdichado Larry Talbot la maldición de la licantropía que lo transforma en bestia asesina y feroz cada vez que la Luna resplandece en lo más alto de los delirios del terror y aúllan los lobos en los Cárpatos del cine anunciando que con ruido de espanto se está abriendo el sarcófago donde duerme la eternidad sin amor de Drácula, el Voivoda, el Príncipe de la Noche.

Y al igual que la Luna, también se desvanece y resurge el país venezolano cuya historia ha conocido brillos democráticos y horizontes universitarios y padecido etapas de barbarie y de perverso autoritarismo; absurdos enfrentamientos de ásperos caudillos; montoneras y regímenes militares como el que padecemos en la hora actual bolivariana marcada por la corrupción, el desdén humano, el genocidio y el narcotráfico. El país se deteriora cada vez más y se consume en la tristeza, yermo y aislado como la verdadera Luna. Es cierto que la luz surge de la oscuridad, pero también lo es que somos nosotros quienes podemos hacer que la democracia en Venezuela se levante nuevamente desde los escombros de la tiranía.

Miro la Luna llena, la luna venezolana, e imagino su cara oculta y su perpetua soledad y se reitera en mí el anhelo de que es allí, junto a Liliam, junto a Magdalena y Belén donde debería posarse y permanecer mi alma por toda la eternidad.


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