En medio de los déficits estructurales del sistema de administración de justicia en Venezuela, destacan las más recientes actuaciones del Ministerio Público. Sobre todo porque es la misma institución que hasta pocos meses estaba reducida a operar como el brazo ejecutor de una vil política de Estado: la criminalización de la protesta.

Hay un importantísimo golpe de timón en la conducción de la Fiscalía General de la República, que se hizo evidente con los señalamientos de la máxima autoridad de la vindicta pública, Luisa Ortega Díaz, al denunciar públicamente la ruptura del hilo constitucional, cuando la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia pretendió disolver la Asamblea Nacional, a través de las fatídicas sentencias 155 y 156, dictadas el 28 y el 29 de marzo, respectivamente.

Ortega parece estar dispuesta a meterse en mayores honduras. El 25 de abril de 2017 denunció la violación del debido proceso en la tramitación de las causas de detenidos durante las manifestaciones antigubernamentales. Específicamente se refirió a las deficiencias en la elaboración de las actas policiales que impedían a los fiscales un conocimiento preciso de los hechos y, por lo tanto, fundamentar una medida de detención judicial preventiva, aunque así lo quisiera el gobierno. La fiscal lamentó que aunque sus representantes habían solicitado la libertad plena de los detenidos, los jueces se negaron a concederla.

El 3 de mayo, en una entrevista concedida a The Wall Street Journal, la fiscal Ortega dijo más sobre la respuesta del Estado a la creciente conflictividad social: “No podemos exigir comportamiento pacífico y legal de los ciudadanos si el Estado toma decisiones que no van acorde con la ley”.

El más reciente paso en defensa del Estado de Derecho lo acaba de dar el Ministerio Público al acusar a 6 funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) por la presunta comisión de trato cruel en perjuicio de 21 estudiantes de bachillerato, 2 docentes y un representante del liceo Luis Urbaneja Achelpohl, en Caracas. Se trata de los oficiales agregados Pedro Granados y Luis Barrios, además de los oficiales Ledis Niebles Villasmil, Richard Antonio Gómez, Antonio José Espinoza y Felipe Leonardo Rodríguez por el delito de trato cruel, en grado de coautores.

Los hechos que motivaron la acusación del Ministerio Público están relacionados con una manifestación que realizó el 21 de marzo de 2017 un grupo de estudiantes, para expresar sus diferencias con las autoridades del plantel por su desaprobación de actividades prograduación.

En medio de las discusiones, uno de los directivos del plantel llamó telefónicamente a la PNB ubicada en el Helicoide. Cuando los policías llegaron al lugar repartieren golpes indiscriminadamente y disparos de perdigones con escopetas, lo que trajo como consecuencia 21 alumnos, 2 profesores y un representante lesionados.

Por si fuera poco, los funcionarios Barrios y Aquino trasladaron en una moto a un estudiante de 17 años hasta la sede de la PNB y no notificaron esa detención al Ministerio Público.

Estos hechos no son aislados. Por lo general, cuando la PNB o la GNB intervienen en el control de manifestaciones públicas recurren a la brutalidad policial y la violación de los derechos humanos. El balance es desolador, según el Ministerio Público, al 17 de mayo, se elevan a 43 los fallecimientos registrados a causa de las protestas.

Cualquiera que sea la causa, la impunidad significa la negación de la justicia para las víctimas y crea el clima adecuado para que los individuos puedan seguir cometiendo violaciones sin temor a ser arrestados, a ser procesados, a ser castigados.

Todo indica que el Ministerio Público está dispuesto a sancionar las violaciones de derechos humanos. Ya van seis acusados por trato cruel, pero para que su actuación sea compatible con el derecho internacional de los derechos humanos el Ministerio Público también tiene que garantizar el derecho de las víctimas y sus familiares a conocer la verdad con respecto a los hechos que dieron lugar a graves violaciones de los derechos humanos, así como el derecho de conocer la identidad de quienes participaron en ellos. Esto implica que el derecho a la verdad acarrea la obligación de esclarecer, investigar, juzgar y sancionar a las personas responsables de los casos de graves violaciones de derechos humanos.

Toda la sociedad tiene el irrenunciable derecho de conocer la verdad de lo ocurrido, así como las razones y circunstancias en las que aberrantes delitos llegaron a cometerse, a fin de evitar que esos hechos vuelvan a ocurrir en el futuro. Además, el derecho a la verdad es una garantía para que los criminales que evadan la justicia venezolana no encuentren un lugar en el cual puedan viajar, trabajar, vacacionar o simplemente vivir sin el temor de ser apresados. Tampoco podrán solicitar asilo ni refugio, y siempre serán perseguidos y estigmatizados como violadores de derechos humanos, porque sus crímenes no prescriben.

Los tribunales de cualquier Estado podrán procesarlos y condenarlos, con independencia de dónde hayan ocurrido los hechos y la nacionalidad de las víctimas y actores de ciertos crímenes contra la dignidad humana. Como ocurrió con Augusto Pinochet, Alberto Fujimori, Adolfo Scilingo y Ricardo Cavallo, quienes fueron juzgados en tribunales extranjeros.


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