Quien intente escribir sobre la historia de los emigrantes se encontrará con la misma dificultad de quien se proponga escribir la historia de los primeros hombres: emigrar forma parte de las conductas más remotas de la existencia humana. Desplazarse a otro lugar para sobrevivir, o en busca de mejores condiciones de vida, viene ocurriendo desde tiempos inmemoriales, sin pausas. Moverse –migrar– ha sido en todas las fases de la evolución humana, uno de sus principios axiales.

Luego del apogeo que tuvieron los movimientos migratorios en el siglo XIX, la Primera Guerra Mundial (1914-1918) marcó un salto cualitativo, cuyo eco todavía nos alcanza, de las simples prohibiciones se pasó a las políticas migratorias.

En la visión de los Estados nacionales se instauró con gran fuerza un criterio, que los países podían, por encima de la facultad del individuo, de moverse de un lugar a otro, definir quién podía o no ingresar al territorio, y en qué condiciones. En ocasiones ha ocurrido que esas políticas migratorias se han propuesto facilitar la inserción del que llega: dotarlo de recursos básicos –un lugar donde pernoctar, alimentos y cuidados médicos–, así como de oportunidades laborales.

Pero esto ha sido excepcional, la mayoría de las veces se ha tratado de elaborados sistemas de prohibiciones, o basados en criterios militares, políticos, raciales o religiosos, o, como vemos ahora mismo, fundamentados en consideraciones principalmente económicas: el costo que significa en los presupuestos nacionales

el ingreso de personas provenientes de otros países, el impacto que, en los servicios, en los sistemas de salud, en la seguridad y en el mercado laboral, tiene la llegada de extranjeros a un determinado país, especialmente cuando no se trata de las llamadas migraciones lentas, sino de forma masiva y en muy corto tiempo.

En la última década, el fenómeno de las migraciones se ha convertido en una de las fuerzas detonantes de la crisis mundial.

Las guerras en Siria, Irak y Afganistán, así como las condiciones de hambre, terrorismo y guerra en varios países de África Central, han causado la movilización de más de seis millones de personas, principalmente a Europa. También desde Asia y América Latina, hay personas y familias movilizándose dentro o fuera de sus propios países, dentro o fuera de sus continentes. Todos los años, no menos de tres millones de personas se desplazan de un lugar a otro en búsqueda de un destino mejor.

Puesto que en la inmensa mayoría de los casos se trata de gente sin recursos, que literalmente huye para salvar sus vidas –como los niños y niñas de El Salvador, Honduras y Guatemala, que se someten a riesgosas travesías para llegar a México y, una vez allí, intentar cruzar la frontera hacia Estados Unidos–, a menudo son sometidos a las peores experiencias: violaciones por parte de bandas dedicadas al tráfico humano que operan en México; mercados de esclavos, como el que existe en la ciudad de Sabha, Libia, donde jóvenes de la región subsahariana son subastados a mercaderes árabes para ser trasladados a centros de trabajo en

condiciones infrahumanas, sin salario y sin posibilidad alguna de progreso, a cambio de un plato de comida al día y una colchoneta de paja tirada en un galpón, mientras son vigilados por hombres armados con metralletas.

Se podrían escribir miles y miles de volúmenes de los movimientos migratorios de nuestro tiempo, y junto a la épica del migrante, hay historias trágicas en las que el horror hacia el humano se reproduce sin cesar. A medida que el problema se analiza, la cuestión de las migraciones adquiere proporciones que muchos perciben

Inmanejables. Entre los refugiados que entran a Europa se introducen miembros del ISIS que llegan a sus destinos con el objetivo de matar; la crisis de los refugiados ha estimulado el renacimiento de una especie de populismo racista y xenófobo, sobre todo en Europa y Estados Unidos.

Pero todavía hay más: El reciente descubrimiento según el cual hay inescrupulosas oenegés, que han estado recibiendo financiamiento de gobiernos interesados en enviar a otras partes del mundo a sectores de la propia población, “porque resulta más barato empujarlos a una patera hacia el mar Mediterráneo” que crear políticas educativas y de empleo, ha mostrado otro lado todavía más oscuro de este problema, que existe, bajo el disfraz de la solidaridad y la defensa de emigrantes y refugiados, una industria que se lucra alentando a personas pobres y perseguidas a huir a lugares donde, en realidad, no serán bienvenidos, sino rechazados y confinados en un campo de refugiados en condiciones de vida que no se pueden comparar con las que dejaron en sus países, pero que de todos modos son denigrantes.

 En medio de este cuadro dantesco, Juan José Gómez-Camacho, representante permanente de México en la ONU, se ha embarcado en una causa extraordinaria y difícil: lograr que, hacia finales de 2018, los 193 países miembros del organismo firmen un texto sobre la necesidad de reconocer derechos a los emigrantes. En una

entrevista concedida en Lisboa al diario El País, Gómez-Camacho se refería en  julio pasado a los prejuicios que rodean la cuestión de los emigrantes: “No hay países de acogida, por un lado, y por otro, países de salida: todos somos a la vez países de emigrantes y de inmigrantes”. Y añadía un dato realmente asombroso: 3,3% de la población del mundo, constituida por migrantes, producen 9% de la riqueza.

Hoy no es posible saber cuál será el documento que, en definitiva, se someterá al debate final de los Estados miembros de la ONU.

Tampoco, ni siquiera el mismo Gómez-Camacho, se sabe cuántos países firmarán. Pero lo que es indiscutible es que su iniciativa conducirá, más temprano que tarde, a la Convención de los Derechos de los Emigrantes, como ya ocurrió con la Convención de los Derechos de los Niños.

@lecumberry


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