Hace poco participé en un ejercicio cuyo propósito era evaluar la capacidad de grandes organizaciones para anticipar las tendencias que más las transformarían. Para ello se analizaron sus anteriores planes estratégicos, así como las suposiciones sobre el futuro en las cuales basaron sus presupuestos anuales y sus inversiones, y esta información se comparó con lo que pasó en realidad. Los resultados fueron muy variados excepto en una cosa: ninguna de las organizaciones estudiadas vio venir e integró a sus planes y presupuestos la crisis financiera de 2008, el Brexit y la elección de Donald Trump. Pero el resultado más interesante de este análisis es que todas las organizaciones que anticiparon correctamente los grandes cambios que las afectarían se equivocaron drásticamente en sus estimaciones de la velocidad con la cual ocurrirían.

Una de las áreas en la que más se subestimó la velocidad con la cual se están dando los cambios fue la revolución digital. Parece no haber dudas de que la inteligencia artificial, la robotización, Blockchain, Big data y demás innovaciones tecnológicas van a cambiar el mundo. Sobre lo que hay más debate –y más ansiedad– es sobre las consecuencias de todo esto. La mayor preocupación es que la revolución digital va a destruir una enorme cantidad de puestos de trabajo y que en las próximas décadas se creará lo que el historiador Yuval Harari ha llamado “la clase inútil”, un grupo social permanentemente desempleado al cual el resto de la sociedad deberá mantener.

Esta no es una preocupación nueva. El temor de que la automatización produce desempleo apareció con la Revolución industrial y no ha menguado. El presidente John F. Kennedy alertó que uno de los principales retos de la década de los sesenta sería mantener el nivel de empleo al mismo tiempo que “las máquinas reemplazan hombres”.

Estas ansiedades resultaron infundadas porque las nuevas tecnologías no solo “reemplazaban hombres” sino que también creaban nuevas industrias que compensaban con creces los empleos perdidos. 

¿Pasará lo mismo con la revolución digital? ¿Creará más empleos de los que destruirá, siguiendo el viejo patrón de la “destrucción creativa” de Schumpeter? Es imposible saberlo –y por eso es necesario prepararse para toda eventualidad–.

Hay quienes argumentan que esta vez es distinto y que el shock tecnológico será más amplio y más veloz. Anteriormente, salvo excepciones como el motor de vapor o la electricidad, las nuevas tecnologías solían afectar industrias específicas como la textil por ejemplo. En cambio, las tecnologías digitales afectarán a todas las industrias. Otra diferencia es que la velocidad con la cual se adoptan las nuevas tecnologías es ahora mucho mayor. Pero si en efecto se nos viene encima un tsunami de desocupación laboral, ¿qué hacer? Hasta ahora hay solo cuatro ideas.

La primera es el proteccionismo digital. Consiste en encarecer a través de impuestos, aranceles y otros mecanismos el uso de robots y tecnologías digitales que reducen el empleo. Esta es una muy mala idea. Las economías que desincentivan la adopción de nuevas tecnologías pierden competitividad y sufren importantes rezagos en su crecimiento y distorsiones en su desarrollo.

La segunda idea es la reeducación de las personas que pierden su trabajo para que adquieran nuevas destrezas. Este es un encomiable objetivo y la mayoría de los países ya cuentan con programas de este tipo.  Lamentablemente, los resultados han sido limitados. No hay ninguna experiencia exitosa de reeducación a gran escala. Pero, sin duda, hay que seguir perfeccionando estas iniciativas y dotar a los trabajadores con capacidades más acordes con las nuevas realidades del mercado de trabajo. 

La tercera idea no es nueva: el empleo público. Cada vez que una sociedad experimenta un aumento drástico en su tasa de desocupación, el gobierno intenta paliar la situación creando puestos de trabajo que, si bien no son necesarios, sirven para darle un ingreso a quienes lo han perdido. Esto puede funcionar como una medida de emergencia temporal, pero su adopción como política permanente es onerosa, contraproducente e insostenible a largo plazo.

La cuarta propuesta se está discutiendo cada vez más y es la de garantizar un ingreso básico universal. Esto quiere decir que todos los adultos tendrán un ingreso mínimo asegurado y permanente, independientemente de si trabajan o no. Esta idea es tan problemática como quizás sea inevitable. Es muy costosa y puede desestimular el trabajo. Pero si se usa para reemplazar subsidios que son ineficientes, sus costos pueden ser reducidos y hay múltiples incentivos –además de un ingreso mínimo– para tener un empleo.

Esta lista de posibles formas de reaccionar al aumento a gran escala del desempleo que puede ser producido por la revolución digital revela que no estamos preparados para enfrentar un choque de esta naturaleza. La buena noticia es que quizás la destrucción creativa de Schumpeter no ha muerto y que estas nuevas tecnologías produzcan más y mejores empleos de los que destruirán.

Pero si esta vez es diferente y los nuevos empleos no aparecen a tiempo estaremos enfrentado uno de los mayores retos de este siglo.

En Twitter @moisesnaim


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