Ante la proximidad del cambio que se avizora se intensifican las pasiones, las ambiciones y se transgrede alegremente, con una visión extremadamente cortoplacista, la frontera entre las convicciones privadas y la vida pública, ignorando adrede el principio fundamental: “Solo es bueno lo que es útil a la sociedad”.

Las difíciles circunstancias por la que atraviesa el país y los enormes obstáculos que existen para tratar de resolverlas requieren de todos los ciudadanos que se oponen al régimen, una actitud cónsona con el desafío planteado. La demanda que expresa la gente común de búsqueda de soluciones racionales a las dificultades presentes a través de la fuerza de la unión debe ser satisfecha plenamente por las organizaciones e individualidades que aspiran a dirigir los destinos del país. La gente se moviliza más por razones de supervivencia que la afectan en su vida diaria que por los mensajes y consignas de los partidos y llamados de los dirigentes. No obstante, vemos estupefactos como grupos y personas que en lugar de acompañar las luchas sociales de supervivencia que se libran todos los días, sin distingos de ninguna naturaleza, incurren en el error de olvidar el aspecto central de la acción política: crear símbolos de identidad nacional mediante una visión incluyente, solidaria y unitaria que exprese y construya la alternativa democrática frente al vergonzoso caos en que los actuales gobernantes han sumido a la nación. Por el contrario, muchos de ellos, seudodirigentes de nadie y de nada; algunos comprados por la camarilla gubernamental y otros que aspiran por acumular supuestos méritos que solo su exacerbado ego reconoce, se empecinan en ofrecer a los ciudadanos una maqueta de compartimientos estancos carentes de mensaje y de viabilidad política; planes para el rescate de la sociedad venezolana, pletóricos de semillas de fracaso por la atomización, confusión, escepticismo y decepción que su actitud está causando entre los hombres y mujeres que adversamos a este régimen.

El país espera de los que verdaderamente pretendan ser sus dirigentes, que faciliten la concreción de esperanzas de modernización endógena, del triunfo de las luces de la razón y racionalidad sobre las ilusiones individuales, las mentiras, la ideología aviesamente interpretada y las apetencias por privilegios. Asimismo, aspira a que sean capaces de deslastrarse del pasado y de la tradición electorera y que se pongan sus capacidades al servicio del futuro y la modernidad. Así y solo así es que el país acepta la noción de lo que es un dirigente político al que le prestará apoyo y lo llevará al poder con su voto.

Los seudodirigentes que a diario nos explican los fútiles motivos que tienen para poner en duda el sabio concepto que la unión de todos es el instrumento indispensable e insustituible para alcanzar la victoria, deben comprender que sus aspiraciones personales, por muy legítimas que sean, están subordinadas al interés de la colectividad. Diderot, en su Enciclopedia, escribía: “El hombre que solo escucha su voluntad particular es enemigo del género humano”.

La lucha por construir una Venezuela distinta y mejor no ha de ser el triunfo del cálculo personal, sino que debe ser la obra de una acción sustentada en la conciencia nacional y encaminada a poner el orden político, social e institucional en una sociedad que se desgarra aceleradamente y a la que se le niega el derecho, por represión u omisión intencionada, de ser protagonista de su propio destino. Bajo ningún concepto se debe permitir que las ambiciones personales de algunos advenedizos, tránsfugas y mercaderes de la política, lleven al fracaso la gran oportunidad que tenemos de recuperar el derecho de ser lo que queremos ser.


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