La extrema burocratización resume en muy buena parte el problema de la universidad latinoamericana. Problema este que, por cierto, se hace más evidente en el contexto actual en que ocurren los cambios tecnológicos. La innovación exige nuevas formas de organización al interno y externo de la universidad que solo pueden darse con instituciones que tengan una estructura estratégica organizativa, programática y operativa inteligente para poder coordinar con otros actores sus acciones: la formación, la investigación y la innovación y todo lo que ello significa.

Resulta curioso los datos que muchas universidades latinoamericanas muestran con relación a su capacidad innovativa; su lugar en el ranking de universidades y también sobre los esfuerzos que dicen ellas estar realizando para fomentar una mayor interacción entre los actores del Ecosistema de Innovación, cuando al mismo tiempo se observan procesos de decisiones, administrativos y organizativos muy lentos. Ello genera una alarma sobre qué tan innovadora en realidad es la universidad latinoamericana.

La innovación universitaria basada en su capacidad académica, de investigación y desarrollo tecnológico y servicio no puede estar condicionada a prácticas burocráticas que atentan justamente con la rapidez que la universidad misma necesita para poder adaptarse a la velocidad en que se produce el conocimiento. Y justamente la dinámica con la que se genera el conocimiento, es la que debiera dictar las pautas de la estructura organizativa que debiera tener la universidad.

No es coherente promocionar la cooperación internacional en el campo de la innovación teniendo estructuras burocráticas académicas y de investigación que atentan contra la posibilidad de desarrollar procesos de transferencia de tecnología que son necesarios en el momento y no después. Por lo general, estos procesos ocurren en los países de América Latina de forma muy tardía, cuando ya el conocimiento o la tecnología es amenazada por su obsolescencia. Es insólito en estos tiempos que para actuar, tanto en el contexto nacional como internacional, las universidades no puedan dar un paso al frente sin la formalidad y la burocracia que supone la elaboración y firma de convenios de cooperación. Dichos convenios, por lo general, son utilizados como indicadores para medir la cooperación internacional y la capacidad de innovación nacional e internacional universitaria, sin antes haberse logrado la cuantificación del tipo de beneficios que la universidad pudo haber obtenido o potencialmente podría obtener. Lo mismo ocurre con la cooperación internacional que promueve el intercambio de investigadores, cuando este exige de una alta burocratización en el requerimiento de las formalidades.

La autonomía universitaria debe expresarse en sus términos y formas más adecuados, primero al interno de ella asumiéndola como un proceso para generar tanto mayor flexibilidad de los procesos de toma de decisión como para establecer mayor confianza en el conocimiento y liderazgo de su personal. Y segundo, asumiendo que los procesos organizativos que demanda la innovación requiere de decisiones rápidas e inteligentes, que permitan evaluar en tiempos muy cortos el riesgo de los proyectos.

Lo que es paradójico es que para controlar y reducir la corrupción, que, sin duda, es un elemento que afecta el éxito de la innovación nacional, al mismo tiempo se genera un alto control en la universidad, lo cual aumenta la burocratización de los procesos. Y esta burocratización organizativa también afecta la capacidad innovativa de las universidades.

En estas circunstancias solo queda a la universidad asumir la innovación como imperativo de su propia existencia y funcionamiento. La dinámica y el impacto más acelerado de la producción de conocimiento desde la universidad, la está imponiendo la digitalización y la Industria 4.0. Ambas están insertándose cada vez más en los procesos organizativos, en las actividades de formación e investigación y en consecuencia están condicionando la capacidad de innovación universitaria. Y esto es algo que debiera ser un asunto de interés mayor en las políticas de Estado.

Tener mejores universidades no significa tener en ellas menos corrupción, más bien significa tener procesos organizativos flexibles y rápidos (inteligentes) que permitan a la universidad responder en términos de tiempo y espacio a los problemas de la economía y la sociedad. Tampoco uno puede exigir una mayor articulación de la universidad con los actores de innovación en circunstancias en la que las bases de colaboración no pueden establecerse e iniciarse en muy corto tiempo.


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