La tragedia venezolana crece y se hace dolorosamente insoportable. Tenemos casi veinte años sufriendo los estragos que las decisiones de una mal llamada revolución han causado, y todos los días la situación empeora. Por donde usted la mire, descubrirá, sin ningún esfuerzo, que la nave está zozobrando sin remolque a la vista con intenciones de auxiliarla. Lo dicen las calles, los hospitales, las tiendas cerradas, la falta de medicinas, la escasez, una población deficitariamente alimentada, los millares de personas renunciando a sus trabajos porque el sueldo no les alcanza, la galopante deserción escolar, la hiperinflación y, en grado sumo, la dolorosa diáspora que desangra al país todos los días.

Basta ver en el rostro de cada transeúnte la incertidumbre instalada y esa mirada de desesperanza que la acompaña y pone al descubierto, con dolorosa claridad, que como país y como sociedad estamos siendo devorados por la metástasis terminal de un cáncer; que las fuerzas que quedan, además de ser muy pocas, están siendo consumidas por una inercia fatal e incomprensible; que de la nada solo nos separan unos pocos y miserables pasos, si es que no reaccionamos ante tan trágico cuadro, pasando por encima de toda circunstancia, o distracción, que se cruce en el camino.

Los cambios que está haciendo el régimen en su estructura de poder no auguran nada bueno y pueden sorprender a la dirigencia opositora, como es ya una lamentable costumbre. Descubrir el cómo y el cuándo producirán su efecto es vital para producir estrategias efectivas. No se puede pasar por alto o darle una lectura rutinaria al cambio hecho, por ejemplo, en la presidencia de la espuria asamblea nacional constituyente. No tiene el mismo peso ni la misma orientación la presidida por Diosdado Cabello que la que presidió la señora Rodríguez. Semejante cambio, unido al contrato de lealtad suscrito por 16.000 oficiales de las FA, además de dar pie a la suspicacia nacional que, desde ya, lo plantea como un careo entre Maduro y Cabello, para ver quién tiene más poder, nos indica que el régimen para radicalizar a fondo su proyecto va con todo aprovechando la extrema debilidad de una oposición fragmentada y desorientada que ha perdido la brújula y no tendría cómo responder a los eventuales métodos extremos a los que Cabello podría recurrir desde su nueva posición. No digo la oposición, también Maduro y su entorno deben estar muy atentos a lo que pueda hacer, si es que le damos la lectura debida al largo historial que lo acompaña, en el que no está ausente su ambición presidencial. Los otros cambios son el resultado de esos acomodos y solo servirán para profundizar el error continuado en que se encuentra la incorregible ineptitud del régimen para resolver los problemas reales del país. Ni en la economía, ni en lo político, ni en lo social se divisan decisiones que impliquen cambios que nos permitan pensar en una superación de la crisis, y mucho menos en vencer la hiperinflación que está acabando con los venezolanos.

Si vemos los pasos del régimen en eso que algunos analistas llaman la “huida hacia adelante”, notaremos que su problema no es el sufrimiento del pueblo, sino fortalecer su permanencia en el poder a cualquier precio; que el derrumbe de Pdvsa y la caída en la producción petrolera no es su problema; tampoco que nos quedemos sin luz, sin agua, sin oro, y que poco le importa entregar a cambio de un puñado de dólares, que luego serán mal administrados, franjas y fuentes de riqueza que todos pensábamos eran el patrimonio de todos los venezolanos, dejando así en el camino pedazos de nuestra soberanía. Para ejemplo vaya el Esequibo, la muerte de los pozos petroleros, la crisis eléctrica, la patética historia de nuestra moneda y el aislamiento progresivo al que han condenado a nuestra nación.

Pero lo peor de todo esto es que el régimen se niega a reconocerlo. A como dé lugar busca culpables donde no los hay, arremete con ferocidad contra todo el que se atreva a señalarlo como el único culpable del desastre, e insiste en un discurso lleno de mentiras, de promesas repetidas, tratando de defender lo indefendible, en el que siempre aparecen la mano negra del enemigo externo, los lacayos y vendepatria nacionales, la OEA y la ONU como apéndices de la mano negra que, por supuesto, sigue siendo el imperio. Discurso, más que gastado, típico de todas las dictaduras y mucho más si son representantes vivos de esa mezcla letal que se produce al reunirse, en una sola estructura de poder, comunismo, militarismo y populismo actuando como mafias, como es nuestro caso.

Ante semejante cuadro surgen con fuerza inusitada muchas preguntas, como, por ejemplo, ¿qué harán las oposiciones ante una realidad irrefutable como es una población cercana a 90% que rechaza al régimen, pero que no se ve representada ni por el gobierno ni por la oposición?, ¿son verdaderamente irreconciliables las diferencias entre los distintos grupos que tomaron la decisión de irse cada quien por su lado?, ¿piensan los “líderes” de esas agrupaciones que tienen la fuerza para enfrentar solas a un enemigo que, aun golpeado y debilitado por su mala conducta, tiene, además de las armas, su falta de escrúpulos y su absoluta necesidad de permanecer en el poder? ¿Hasta qué punto los desencuentros habidos cerraron las puertas a nuevos entendimientos?, ¿será posible ir juntos en una estrategia unitaria?, ¿qué harán los abstencionistas cuando se someta a votación el proyecto de la nueva constitución?

Todas parecieran expuestas a respuestas para nada conciliatorias; sin embargo, este cronista cree que no hay divisiones irreconciliables si la razón prevalece sobre la sinrazón, y es por eso que no me cansaré de recomendar que, dirigido por la institución más respetable del país que es el episcopado, se monte un diálogo con los distintos frentes opositores, antes de pasar a un eventual diálogo con la cúpula gobernante, pero esta vez con una agenda previa propuesta por la oposición y nunca con la agenda preparada por Rodríguez Zapatero, hecha a la medida de los intereses del régimen.

La situación es desesperada, es cierto; el tiempo corre veloz, la dictadura actúa, los problemas crecen y nos faltan las voces y el discurso necesario para salir del marasmo opositor y recobrar el aliento y las ilusiones perdidas por tantos desaciertos. Es obligatorio recordarles a quienes se erigen como conductores de las distintas facciones que sus desencuentros forman parte de las causas de nuestra tragedia, que de no haber ellos puesto por encima del interés nacional sus personales proyectos y ambiciones hace tiempo habríamos regresado a la normalidad democrática. Es bueno repetirles, por enésima vez, que sin la unión de todos los factores que se oponen al régimen estamos condenados a seguir gobernados por un régimen que unió en una sola fórmula comunismo, militarismo, populismo, aliñados por la incompetencia, una alto grado de intolerancia y un resentimiento criminal que pareciera no tener fin y al cual solo se puede derrotar con la unidad de todos los factores que queremos una paz verdadera. Insisto, sin unidad,  no hay vida.


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