A Luis Ugalde SJ

La historia abunda en unidades imposibles o, cuando menos, problemáticas. La celebérrima, por ser relativamente reciente y estar en la memoria de todos quienes se interesan por la historia de la humanidad, fue la de Churchill y Chamberlain: el ex canciller del reino quería la paz a cualquier precio y trató de conseguirla mediante una paz imposible: negociando con los enviados del Führer. Su sucesor sabía que esa era no solo una utópica, sino una estúpida aspiración: con el enemigo mortal no se negocia. Nadie con dos dedos de frente se abraza al náufrago condenado al hundimiento en medio de una guerra a muerte, como la de los Aliados contra el nazismo hitleriano.

Pero hubo antes, y después de esa, otras unidades imposibles o problemáticas. Coinciden todas en un punto crucial: una de las partes en lisa tiene siempre la razón. Poco importa que a la hora de la verdad no sea la opción escogida y termine por imponerse la que está inexorablemente condenada al fracaso, como suele suceder, según la gran historiadora Barbara Tuchman, en esta “marcha de la locura”. Yendo los protagonistas a redropelo de sus propios y vitales intereses, mientras la racional, finalmente, termine fracasando: la razonable, la conveniente, la necesaria que es unirse para enfrentar al enemigo. En donde el término enfrentar se refiere a la esencia del problema: unirse para, reuniendo fuerzas y no debilidades, poder desalojar al enemigo, combatirlo, derrotarlo e imponer la razón por la porfía. Como dice el escudo de armas de los chilenos: conquistar la libertad por la razón o la fuerza.

Todos hemos vivido unidades imposibles, porque encubrían mascaradas, triquiñuelas para imponer la voluntad y la perfidia del enemigo, con mecanismos por medio de los cuales una de las partes de la ecuación, secreta y solapadamente, incluso a veces de buena fe, confabulada con el enemigo, perseguía castrar y reducir a la impotencia a la parte renuente a montar esa cópula de dos espaldas enemigas. Si hablamos de unidades inútiles, valga mencionar todas aquellas en las cuales las fuerzas verdaderamente dispuestas a dar sus vidas por derrotar al enemigo común, o relativamente común, vale decir: el chavismo, primero, y el madurismo después, el castrocomunismo siempre, se vieron compelidas por el chantaje del buenismo unitario a ir en comparsa con quienes jamás tuvieron ni la decisión ni la voluntad, mucho menos el coraje, de enfrentarse al poder. La razón en las sombras, casi siempre, han sido los intereses crematísticos de los máximos dirigentes, incapaces de ver más allá de sus bolsillos. O el de sus compinches, sus hijos y sus parientes.

Dos de esas formas unitarias nacieron bajo los mejores augurios, con el respaldo universal de quienes se decían opositores: la Coordinadora Democrática (CD) y la Mesa de Unidad Democrática (MUD). A poco andar mostraron su fractura ontológica: se trataba de fuerzas esencialmente encontradas: los demócratas y los colaboracionistas. Salvo en un par de felices circunstancias, los resultados fueron infelices. Y cuando fueron felices, el sector colaboracionista terminó imponiéndose volviéndolas impotentes. Fue la causa del fin de ambos intentos. Y será la causa del inexorable fracaso de un feto que nace muerto: el llamado Frente Amplio. Tan amplio, que de él están ausentes los mejores, los más honestos, los intraficables. ¿O deberían avalar a los socios abiertos o solapados del tuerto Andrade, de Raúl Gorrín, del negociado petrolero, de bolichicos, Pdvsa y Globovisión?

Esa fractura interna, ontológica entre combatientes y colaboracionistas transcurre transversalmente y afecta a casi todos los partidos. En casi todos ellos hay sectores de rechazo visceral al régimen. En todos ellos termina imponiéndose el ala dominante, dispuesto a la colaboración. A mi buen saber existen tres excepciones: Vente Venezuela, Causa R y ABP. Y una auténtica y gran plataforma unitaria, Soy Venezuela. De los partidos restantes –de AD y sus satélites, definitivamente alineados con el régimen, a Primero Justicia y Voluntad Popular, que muestran todas las facetas posibles de rechazo y aceptación a la tiranía, enconchados en el llamado Frente Amplio– a la hora de la verdad prima la unidad del chantaje y la manipulación. Castración autoimpuesta.

Todos conocemos la afirmación de Simone de Beauvoir, quien aseguraba que el poder de los opresores no sería tal si no contara con la colaboración de los oprimidos. En dicho sentido, el caso venezolano es paradigmático. En cada circunstancia crítica, saltaron Acción Democrática y Primero Justicia a avalar la tiranía. Dándole luz verde a la brutal represión dictatorial que se ha saldado con centenas de mártires. Son los que promovieron e incentivaron la intromisión del agente español del castrocomunismo, Rodríguez Zapatero, en nuestros asuntos internos. Con los resultados de todos conocidos.

Al aproximarse la fecha final de la tiranía ya corren los quintacolumnistas a reclamar unidad. Habrá una parodia de ella con los colaboracionistas de siempre. Con el previsible, temido e inevitable resultado: la parálisis de la voluntad popular por desalojar la tiranía y la castración, una vez más, de la voluntad emancipadora del pueblo.

No hablo en vano: le reafirmo mi respaldo a las únicas fuerzas confiables de esta interminable lucha: Vente Venezuela, ABP, Causa R y Soy Venezuela. La unidad de ellos, entre ellos, sirviendo de fuente y base operativa para cooptar fuerzas de todos los partidos y movimientos marcarán un quiebre en la disgregación y la anarquía. Y apuesto a que esa unidad fragüe la existencia del partido del futuro que necesitamos con urgencia. Un partido por la democracia, un partido por la renovación nacional. ¿Será posible? Dios así lo quiera.


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