“Dos brindis por la democracia: uno, porque ella admite la variedad; y dos, porque permite la crítica”. Edward Forster.

El contenido de la democracia no se circunscribe a las tendencias de los tableros. Es menester hurgar para conocer qué pensamos como comunidad. Más que eso, asumamos que opinar es parte de la necesaria deliberación, sin la cual el proceso exhibiría una disfunción. Debemos, pues, si democráticamente queremos ventilar un asunto, discutirlo; pero luego decidirlo es también importante. Y todavía queda pendiente llevarlo a cabo sin que exista la excusa de “yo no estuve de acuerdo”. La mayoría inclina la balanza y el resto lo valida con su militante colaboración.

En los partidos –enseñaban en los cursos de formación de la democracia cristiana– se debería discutir libremente, decidir por mayoría y ejecutar por unanimidad. Se agrega que tan respetable resulta el criterio de unos como el de otros, pero se adelanta aquel que cuenta con el mayor sostén y aquiescencia. En suma, una democracia debe deliberar y consultar a la comunidad del cuerpo político, y acatar como Estado civil lo que la ciudadanía asuma tolerándose a la minoría, que resulta así tan legítima como aquella que prevaleció.

En Venezuela, durante cuatro décadas, vivimos democráticamente. Nadie puede decir que no hubo fallas, pero un elenco variado de aciertos en todos los órdenes se produjeron y un salto cualitativo como sociedad se experimentó. Decir lo contrario es mentir y reiterarlo sin bases, como lo hace el chavismo deformando, tergiversando, alterando, es además cínico. El Pacto de Puntofijo incluyó, además, una importante variable; un ensayo de control presupuestario a cargo de un órgano dirigido por un hombre propuesto por la oposición. La doctrina más autorizada se hizo eco y valoró tal iniciativa como una interesante novedad.

El chavismo –lo hemos dicho y repetido– es fascismo, con discurso populista. Manda inaudita altera parte y por eso se explican los reiterados fracasos de los diálogos, que para ellos se reducen a reuniones que asemejan a nuestras aulas de tercer grado de primaria, en las que la maestra dicta, los muchachos copian, luego ella revisa cómo escriben, entienden y repiten los alumnos. Ello es inaceptable.

Entiendo y justifico que la oposición rechace acordar sobre aspectos que prescinden de los temas de verdadero interés para los compatriotas. Asistir vía canal humanitario a contingentes carentes de medicinas y alimentos es una prioridad, más allá del supuesto orgullo de Maduro que no admite lo que el mundo sabe y es que se nos mueren de mengua los enfermos y los neonatos y los niños de desnutrición. Una elección presidencial sin garantías de transparencia, imparcialidad y solvencia técnica no se puede admitir y menos todavía consentir ese engendro maléfico y tortuoso que es esa asamblea nacional constituyente ilegal, inconstitucional e ilegítima.

Toda negociación supone concesiones, pero ellos quieren –como dicen los andinos– el pan y el pedazo. Creen que tienen derecho a la exorbitancia del poder administrativo desconociendo que se trata, ese diálogo, de un recurso extraordinario y ante una situación de evidente emergencia nacional; irrespetuosos, engreídos, petulantes y displicentes.

La oposición, que somos dos tercios de los venezolanos, y desde luego clara mayoría, debe superar ya los resquemores, vanidades, soberbia y asumir primero la unidad a rajatablas y luego, una articulación desprovista de intereses distintos a aquellos que sirven a la nación que sufre y a la república que agoniza. Al chavismo hay que imponerle una salida soberana y democrática y ese es el primero, segundo, tercero, cuarto y demás puntos de la agenda ética y política de la unidad opositora.

Una candidatura presidencial procede solo bajo ciertas condiciones y si estas no se alcanzan, no vale la pena jugar a ser comparsa de una samba frívola, en ese carnaval de la demagogia y el populismo militarista corrupto.

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