El mundo encuentra una radiografía de sus pasiones y temores en las imágenes alucinadas del final de temporada de Game of Thrones, la serie de la cultura medievalista del milenio.

Acaso necesite de un Umberto Eco para semiotizar todo su poder alegórico, gestado por la mente maestra de George R. R. Martin, quien conoce al público y entiende el pulso de la época, como un Shakespeare de la posmodernidad en crisis.  

Inspirados en la obra y la pluma del autor de El nombre de la rosa, buscaremos leer y despejar algunas de las claves e incógnitas de los últimos episodios de la saga. Curiosamente, el fanático venezolano descubre no pocos parentescos con los derroteros de la conflictiva política nacional. 

Los caminantes blancos pueden simbolizar la amenaza del indetenible régimen de oscuridad del chavismo, aliado a los pirómanos del Estado Islámico.

La metáfora de los muertos en vida proyecta el pavor de la civilización occidental ante el avance de la colonización de la barbarie.

Las criaturas humanoides, llamadas Night Walkers, intimidan y destruyen el escenario de la tragedia coral, televisada por HBO. Según Luis Bond, encarnan el arquetipo de la sombra de nuestro inconsciente colectivo.

Ocupan el lugar del monstruo expresionista y fantástico, cuyo tamaño crece como un karma. Es una forma de alteridad maldita difícil de expurgar. Daenerys la combate en vano con uno de sus dragones, atendiendo el llamado desesperado de intervención de Jon Snow, asediado en la montaña nevada.

Los zombies anulan al “Dracarys”, aniquilan a la bestia y la resucitan para blindar sus filas. Los caminantes blancos se apropian de las armas ajenas, como los colectivos apertrechados por Maduro.

Los monstruos se alimentan de nuestros desaciertos y errores. Ganaron espacio a consecuencia del estancamiento, el inmovilismo y la inoperancia de los dirigentes.  

Los ejercicios militares de Padrino López, con sus milicias de indigentes, son una imitación caricaturesca de la infantería pesada de los Night Walkers. Igual multiplican su carga viral, dentro y fuera de la pantalla, imponiendo un reto dramático y exigiendo una respuesta efectiva de los aliados, de los líderes de la lucha.

Pero ellos, cual oposición fragmentada y dividida, libran una batalla paralela por razones familiares, históricas y folletinescas.

Las internas, las intrigas palaciegas de Game of Thrones revelan la dictadura del pathos, de los argumentos personalistas, de las demandas de consumo del culebrón, de los dilemas binarios de la programación novelera, del ascenso de la posverdad en la construcción retórica de los debates del poder.

Atrapados en una lógica de reclamos y quejas, los protagonistas pierden minutos importantes, cayendo en un abismo de acusaciones y señalamientos mutuos. Regresan a un plano de infancia y de confrontación adolescente al echarse la culpa y purgarse entre sí.

La cizaña solo beneficia a los Meñiques del cuento, a los hipócritas, a los susurradores de consejos disolventes, a los colaboracionistas indirectos del resurgir del comando de las tinieblas.

Sansa y Arya reaccionan a tiempo y deciden despachar a un falso asesor, Petyr Baelish, empeñado en verlas enemistadas.

Le aplican un juicio exprés, típico de las inquisiciones de Games of Thrones,  mediante un clásico “fatality” de Mortal Kombat.

Las acciones de los verdugos condensan la fantasía de la pena capital y del mito redentor por la vía de la depuración.

Los críticos, por cierto, le achacan a la serie su incapacidad reciente de ajustar cuentas con personajes benignos y políticamente correctos, prefiriendo pasar por el filo a los villanos, secundarios y truhanes.

La cercanía con el desenlace expone las costuras de los escritores y directores, en su necesidad de complacer los caprichos y gustos de los millones de fanáticos del producto.

Los índices de audiencia cortan las alas, reciben gratificación por el incremento del espectáculo circense, en detrimento de la credibilidad y la verosimilitud de los giros del guion, cada vez más arbitrarios y precarios. 

Los salvamentos, los azares, las explicaciones de cuestiones insólitas y los deux machina se convirtieron en la indeseable constante de los libretos del enlatado.

Por eso destacó el armado coherente y afilado del capítulo final de la temporada siete. El suspenso, los diálogos, las peleas cuerpo a cuerpo y los diseños gráficos devolvieron el estándar de calidad de la serie a su fuente original, anticipando una conclusión de alto nivel.

La violencia llega a grados de pornotortura, mientras la explotación del sexo acusa un tratamiento censurado de erotismo de baja definición. 

Las teorías de conspiración cincelan nuevas ruedas, uroboros y círculos viciosos de misterio, venganza y traición.

La relación incestuosa de Jon Snow con Daenerys propone un desahogo y un foco de esperanza, frente al destino apocalíptico de Invernalia, achicharrada por el dragón zombie de los Night Walkers.

En suma, una invitación a recuperar la Unidad libre de complejos, prejuicios, infiltraciones y negociaciones ocultas.

¿Quién es la Cersei de la MUD? ¿Julio Coco dibuja las visiones de un cuervo de los tres ojos de la resistencia? ¿Trump cumplirá su promesa de intervenir con sus dragones en Venezuela?

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