No malinterpretamos el mensaje de Su Santidad. Lo tomamos al pie de la letra. No se trata de desconocer su ministerio. Se trata de defender nuestros principios. No se trata de someterse a las normas que impone la dictadura. Se trata de defender la libertad. El problema no es de interpretación. Como diría Hegel: es asunto de la cosa misma.

A la CEV

¿Se malinterpreta a Su Santidad Francisco I, Jorge Alejandro Bergoglio, cuando se le critica por su aparente neutralidad ante la tragedia que sufrimos los venezolanos bajo la dictadura de Nicolás Maduro? No es grato volver una vez más a tratar un tema de tanta trascendencia para el destino de nuestra sociedad, pero ante las críticas expresadas por nuestros arzobispos contra quienes, supuestamente, malinterpretamos su mensaje, es de rigor referirse a dichas pretendidas malinterpretaciones. Y poner las cosas en su sitio. Digamos de inicio, y con todo el respeto que merece un tema de tan alta importancia, que es prácticamente imposible malinterpretar al papa Francisco en todo lo que atañe a Venezuela: es de una llaneza, de una franqueza y de una claridad que no deja lugar a dudas. Y nadie podría decir que no es fiel a sus deseos y pensamientos. Lo ha dicho hasta la saciedad y con suficientes fundamentos, así sean genéricos y no se refieran a un conflicto específico: ante los conflictos, diálogo; ante los enfrentamientos, puentes; ante las crisis, diplomacia. ¿Alguien podría estar en desacuerdo?

No es, pues, allí en donde radica el problema entre SS Francisco y el pueblo opositor venezolano. Que existe, es un hecho objetivo y doloroso, y quien no lo crea que salga a la calle y pregunte por la opinión que le merecen las iniciativas, palabras y posiciones papales respecto de la tragedia venezolana. El problema radica en la absoluta neutralidad y equidistancia que presupone esa su filosofía política, en la ontológica indiferencia valórica de su teología de conflictos, en la asepsia con la que trata de los principios en juego de los factores confrontados. En la impecable distancia papal frente a la naturaleza de los antagonismos en juego. Se trata de simples vectores, A vs B, cuyas diferencias no parecieran tocar asuntos esenciales –como la libertad de credos, de prensa, de emprendimiento, de propiedad, de derechos humanos– sino a asuntos perfectamente resolubles sobre una mesa de diálogo. Un asunto de voluntad más que de intereses, de disposición, más que de casos de sometimiento, y frente a los cuales basta sentar a los contrincantes en una mesa de entendimientos para que se entiendan. Y facilitarles un puente para que transiten unos a otros y se abracen en las riveras contrarias. Es tan brutal el desmentido cotidiano a una visión tan pastoril de nuestros enfrentamientos, tan sanguinaria la intervención de las fuerzas armadas y tan dolorosas las muertes de nuestros hijos, provocados por la absoluta indisposición del régimen a abandonar su intento por imponernos un régimen tiránico y totalitario, que cabe preguntarse si Su Santidad no alcanza a tener conocimiento de ellos. ¿O medio centenar de asesinatos de niños y jóvenes no son prueba suficiente del absoluto desinterés del gobierno por aceptar los reclamos de la población y proceder a sofrenar la bestialidad de sus ejecutorias? Vale decir: ¿a renunciar a imponernos un régimen castrocomunista en Venezuela? ¿Es posible que los encargados de los asuntos internacionales del Vaticano aún no le hayan informado que, como lo acaba de reafirmarlo el Dr. Moisés Naím en un lacerante artículo publicado en El País, de España, el 14 de mayo pasado, el gobierno de Nicolás Maduro no detenta el poder de facto de nuestro país, pues él se encuentra subordinado y atado de pies y manos a las determinaciones de Raúl Castro y los intereses del gobierno cubano? (http://elpais.com/elpais/2017/05/13/opinion/1494697154_543336.html).

El grave problema de este imposible entendimiento surge al considerar que tanto la idea del puente como la insistencia en el diálogo presuponen poner en una misma balanza a quienes asesinan con quienes son asesinados, a quienes encarcelan, con quienes son encarcelados, a quienes disponen y hacen uso de su aplastante parafernalia bélica asesinando diariamente a jóvenes manifestantes, incluso niños, enfrentándose con crueldad y saña con quienes están desarmados y resultan sus víctimas. ¿Poner de acuerdo a quienes se subordinan a un poder extranjero con quienes defienden su idiosincrasia? ¿A quienes imponen la guerra para avasallar a los ciudadanos sometiéndolos a un régimen político ajeno a sus creencias, hábitos, usos y costumbres existenciales con quienes dan sus vidas en búsqueda de la paz, el entendimiento, la solidaridad y el reencuentro de su identidad. ¿Abrazarse el bien y el mal? ¿Dios y el diablo?

Lo cual termina por hacer saltar por los aires esa aséptica disposición a buscar equilibrios entre factores antinómicos, antagónicos e incomparables: pretender acordar a quienes son enemigos confesos y jurados de toda religión, pues para ellos las religiones son el opio del pueblo, con quienes están dispuestos a dar sus vidas por defender sus creencias, y de ellas la mayor: su fe en Dios. ¿Puede la máxima autoridad del cristianismo poner en una misma balanza a sus fieles y a sus enemigos?

Desde luego que estamos ante un vuelco epistemológico, ético y moral de 180 grados respecto de la tradicional teología política del Vaticano. Que no solo modifica el comportamiento de los anteriores papas de la cristiandad, y muy en particular el de Juan Pablo II respecto del comunismo, al que se enfrentara sin una gota de vacilación o de dudas, contribuyendo de manera irreprochable a su desaparición, sino las enseñanzas evangélicas mismas. ¿O alguien podría considerar neutral el comportamiento de Pablo de Tarso ante el Imperio Romano y el judaísmo? ¿Incluso ante los tibios? ¿O siquiera imaginar a Judas proponiéndole a Jesús en la última cena un diálogo con Caifás o un puente con Poncio Pilatos?

El cristianismo se impuso en el mundo gracias a esa extraña combinación de irrenunciable prédica por el amor universal y la militante oposición y rechazo del odio idiosincrático. En todos los ámbitos de la vida social. Sin concupiscencias.

Para mí será inolvidable la conversación que sostuviera con el cardenal Rosalio Castillo Lara a propósito de las obligaciones que consideraba debían ser asumidas por la feligresía ante el asalto de la barbarie castrocomunista y en la que me contara las tareas que les imponía el papa Pablo VI a quienes, como él, se encontraban en Roma en tiempos del indetenible ascenso del Partido Comunista italiano, luego del fin de la II Guerra Mundial: taparse la tonsura con una boina y salir a medianoche a pegar carteles contra el comunismo italiano. No necesito imaginarme su reacción ante las santas propuestas de Jorge Alejandro Bergoglio frente al castrocomunismo que hoy nos aplasta.

No malinterpretamos el mensaje de Su Santidad. Lo tomamos al pie de la letra. No se trata de desconocer su ministerio. Se trata de defender nuestros principios. No se trata de someterse a las normas que impone la dictadura. Se trata de imponer la libertad. El problema no es de interpretación. Como diría Hegel: es asunto de la cosa misma.


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