I

Las palabras no alcanzan para narrar el horror cotidiano del realismo macabro. Sobre todo porque a veces uno piensa que no será alcanzado. Hace tiempo que ya no pienso así, sé que estoy inmersa en la peste roja. Pero aún no me he contagiado.

Los anticuerpos que he desarrollado en contra de la podredumbre y la miseria mental se los debo a muchos factores, pero principalmente a la educación que me dieron en la casa, al ejemplo de mis padres, al acompañamiento de mis hermanos. Aunque muchos no quieran admitirlo, somos el reflejo de esas cosas y esas son las directrices de nuestra vida.

Recuerdo que mi padre se levantaba a las 5:00 de la mañana a tomar algo de café. A las 6:00 am ya estaba abriendo la puerta del consultorio. La sala de espera se abarrotaba de gente que venía de todo el estado Miranda. Un ratico más tarde ya comenzaba a revisar al primer paciente.

Era pediatra, pero no importaba si el enfermo era adulto. Ya en la última etapa de su carrera estudió homeopatía. La condición social del paciente también era lo de menos. Lo he dicho otras veces, le pagaban con gallinas, frutas, vegetales. Alguna vez le dieron dos ardillas; salió por la puerta trasera del consultorio que comunicaba con el inmenso patio de mi casa, les abrió la jaulita y ellas salieron y se encaramaron inmediatamente en un árbol de pomarrosa. Allí vivieron desde entonces.

II

La bondad y la generosidad de mis padres no tenían límites. Nunca se cansaron de hacer el bien, de ayudar a las personas, de hacer caridad, de enseñar, de educar, empezando por sus hijos. Siempre predicaron con el ejemplo.

Mi padre fue el primer pediatra de mi hija y recuerdo que varias veces me pidió perdón porque las vacunas que yo compraba para mi bebita él se las regalaba a otro niño más necesitado. El doctor trabajó hasta que se enfermó. La diabetes no perdona. La muerte se lo llevó muy temprano.

De esa bondad, de esa dulzura y de esa mano sanadora quedó el recuerdo en mucha gente. Una vez llegué como reportera al hospital de Ocumare del Tuy y me recibió uno de los médicos del centro. Solamente al presentarme con mi nombre completo y extenderle la mano bastó para que el señor me preguntara: ¿Es familia del doctor Matute? Fue mi pediatra, mi mamá le tiene mucha fe”.

Así tengo muchos cuentos, pero estoy segura de que mi padre no hacía su trabajo por el reconocimiento o el nombre. Fue uno de los que salió del país y regresó. Quería sanar a los niños venezolanos, “no hacer carrera en otra parte o en un gran hospital”, me dijo alguna vez que lo entrevisté para un trabajo en la universidad.

Pero ese escudo de bondad no nos salvó de que nuestra casa paterna fuera saqueada justo la noche de su velorio, y que su viuda y sus hijos encontraran todo destrozado al llegar del entierro.

III

Aunque no queramos admitirlo, mucha gente en esta tierra cultiva el resentimiento y la maldad. Si creen que exagero, estudien los casos del difunto y de ciertos hermanos ahora en el poder.

Fue Chávez el que se dio a la tarea de alimentar ese resentimiento, la marginalidad, el odio, la flojera, la mediocridad y muchas terribles características que a veces pasan inadvertidas o que asumimos como chiste, como la viveza criolla. Por eso la delincuencia campea, la mentira, el cinismo, el engaño. Por eso los que viven cómodamente en esta tragedia (no los que a duras penas sobrevivimos) se enseñorean en esta maldad y con desparpajo ejercen el canibalismo.

No me da la gana de disfrazar esta circunstancia. No me da la gana de decir lo que no es, de endulzar este realismo macabro. Sobre todo porque me golpea la cara a cada instante. No solo es mi sufrimiento, sufro por el prójimo, como me enseñó mi padre.

Por eso, cuando fui a llevarle flores a su tumba en su aniversario de muerte y me encontré con un pequeño terreno de grama sin nombre, sin lápida, sin número, sin nada, lo único que pensé fue que mi padre es más grande que eso. Esa fue mi primera reacción.

Pero después una creciente rabia me hizo llorar. No debo conformarme con que unos malandros hayan descubierto que robarse las lápidas para venderlas es bastante más rentable que trabajar. El problema es conformarse, el problema es la eterna manía de los que andan predicando que debemos ver el lado bueno de las cosas.

El asunto es que hasta que no nos demos por enterados de que hay muy pocas cosas buenas y que las que tenemos hay que defenderlas con uñas y dientes (como dice Thays Peñalver en el documental de la peste) no vamos a salir de esto.

Ya basta de diagnósticos y de justificaciones. Sí, metimos la pata como sociedad, no reconocimos nuestros errores, pero ¿tenemos que vivir eternamente con ellos?


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