Criticar las vacilaciones de la sociedad ante los sucesos políticos puede ser injusto, debido a que nadie sabe con precisión las presiones que recibe cada uno de sus miembros y cómo pueden ellas conducir a la pasividad. Cada quien reacciona desde su horizonte individual, muchas veces sin relacionarse con las necesidades de sus semejantes. Cada grupo mira el panorama desde su perspectiva, para ver cómo se las arregla en su laberinto. La inacción de cada cual, o el detenerse a pensar más de la cuenta sobre sus desafíos, produce una actitud generalizada de dejar pasar, bien porque no sepa los misterios del sendero o porque espera una hora oportuna para darse a conocer. Pasa con los ciudadanos en particular, pero también con los que forman asociaciones o banderías que prefieren la espera a una salida en falso, sin que estemos ante realidades inhabituales. El pensar sin cesar solo conduce a reacciones dignas de atención en momentos cruciales, y los momentos cruciales no hacen colas largas para pasar a las tablas.

Un ejemplo puede aclarar la afirmación: la paciencia bíblica de la colectividad ante la tiranía de Gómez. Durante veintisiete años, los hombres de ese tiempo no hicieron nada, o tan solo poca cosa, para librarse de un régimen nefasto y oscuro. Solo un puñado de valientes dio la cara, mientras el lúgubre mandón envejecía y preparaba una muerte apacible en la cama ante la vista de un pueblo adormecido y silencioso. Para criticar tal abandono de las obligaciones ciudadanas hay que meterse en el pellejo de quienes mostraron entonces proverbial quietud, no en balde una manifestación de su parte ante las calamidades de la época corría el riesgo de la tortura, de cárceles encarnizadas y de muertes horribles. Así las cosas, condenar la indiferencia que caracterizó a nuestros antecesores, sin detenerse en las hachas que esperaban por su pescuezo, es, por lo menos, un análisis sin fundamento serio. Algo parecido, con las variantes provocadas por el paso del tiempo, sucedió durante el perezjimenismo.

Lo mismo debe suceder con la sociedad de nuestros días, cuya vacilación ante las calamidades de la dictadura es un rasgo evidente que nos congrega sin paliativos. La dictadura ha hecho con nosotros lo que ha querido porque la hemos dejado, porque no hemos sido capaces de pararle el trote. Ni siquiera en situaciones apretadas para el dictador y para sus secuaces del alto gobierno, como la del gran triunfo de la oposición en las últimas elecciones de la AN, ha podido la sociedad responder con énfasis las atrocidades de los verdugos. Mejor oportunidad no tuvimos para plantarle cara, pero la dejamos pasar. Preferimos los tumbos a las conductas firmes y las voces estridentes que se pierden en la nada para provocar situaciones de asentamiento del régimen cuya corrección no parece cercana. La vacilación colectiva encuentra el culpable en el liderazgo de la oposición, no solo por la estatura de las posibilidades que ha dejado pasar como si cual cosa, sino también porque los hijos de la vacilación prefieren achacar sus culpas a los vacilantes más visibles y desguarnecidos. En realidad, todos estamos metidos en el mismo saco, seguramente con la excepción del movimiento estudiantil.

No hemos parado mientes en las presiones de la dictadura, es decir, en una razón capaz de explicar los motivos de una escandalosa vacilación compartida. La saña de los mandones contra los opositores más combativos y contra sus familiares, las cárceles habituadas a encerrar presos políticos, la usual manipulación de procesos judiciales, la prepotencia de la militarada, el discurso amenazante contra manifestaciones aisladas de autonomía, los insultos de portavoces del oficialismo que parecen gendarmes de las Sagradas, la manipulación sin subterfugios de los procesos electorales, el ataque cotidiano a los medios de comunicación, las licencias que se permiten a los delincuentes y las pocas cuotas concedidas para paliar el hambre forman un conjunto de decisiones pensadas y ejecutadas a propósito para que la vacilación permanezca sin solución de continuidad. El panorama no ofrece razones para enorgullecernos como sociedad, más bien nos arroja baldes de agua fría en la cara, pero su identificación puede ser un primer paso para volver a la vida.


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