Recientemente, los iraníes decidieron seguir recorriendo la senda de la apertura al exterior, y cabe felicitarse por ello. Hasán Rouhaní fue reelegido presidente de Irán, imponiéndose en las elecciones con 57% de los votos. Al superar el umbral de 50%, Rouhaní consiguió ahorrarse la segunda vuelta de las presidenciales, como ya hiciera hace cuatro años. Pero a diferencia de lo que ocurrió en 2013, cuando su contundente victoria supuso una sorpresa mayúscula, en esta ocasión la mayoría de observadores consideraban a Rouhaní el claro favorito. No en vano, desde las elecciones de 1981 todos los presidentes iraníes han obtenido un segundo mandato consecutivo.

El triunfo de Rouhaní entraba dentro del guion, pero los comicios no representaban un mero trámite para él. El principal contendiente de Rouhaní en las elecciones, el conservador Ebrahim Raisí –que contaba con el apoyo implícito de Alí Jamenei, el Líder Supremo iraní– se reveló como un duro escollo a superar. En juego estaban unas elecciones presidenciales que tenían lugar en un momento crucial de la historia iraní.

La opacidad por la que se caracteriza el régimen iraní no ha impedido que trascienda que en los últimos años Jamenei viene sufriendo problemas de salud. Recientemente, él mismo admitió que las probabilidades de que su sucesor deba ser nombrado en un futuro cercano no son bajas. La cuestión de quién ocupará la Presidencia durante el proceso de transición no es baladí. Si Raisí hubiese sido elegido presidente, se habría situado en una posición idónea para coger el testigo de Jamenei. Cabe recordar que el actual Líder Supremo fue presidente durante ocho años antes de auparse al cargo político y religioso de mayor talla en Irán. Con su derrota electoral, las opciones de Raisí en la carrera sucesoria pueden haberse visto muy mermadas.

Una vez más, parece haberse demostrado que el candidato más afín al Líder Supremo no tiene garantizada la victoria en las elecciones presidenciales iraníes, cuya trascendencia no debe subestimarse. Dentro del sistema iraní, el presidente está muy supeditado al Líder Supremo, pero el papel del primero no deja de ser significativo. Sirva de ejemplo que en el ámbito exterior Rouhaní ha proyectado una imagen inmensamente más abierta que la que proyectó su predecesor, Mahmud Ahmadineyad, que finalmente no pudo concurrir a las elecciones por no haber obtenido el beneplácito del Consejo de Guardianes.

La imagen de Rouhaní ha sido mucho más que una simple fachada, y buena muestra de ello es el acuerdo nuclear al que se llegó con Irán en 2015. Gracias a este emblemático acuerdo, se consiguió poner límites muy estrictos al programa nuclear de Irán a cambio de aliviar al país de sanciones o retorsiones impuestas por Estados Unidos, la Unión Europea y el Consejo de Seguridad de la ONU. Un compromiso de este calado no podría haberse alcanzado sin el visto bueno de Jamenei y, por lo tanto, es comprensible que ninguno de los candidatos presidenciales lo cuestionase públicamente durante la campaña.

Como suele ser habitual, las elecciones iraníes se dirimieron principalmente en el terreno de la política doméstica. Allí es donde los dos bandos (los reformistas de Rouhaní y los conservadores de Raisí) se afanaron a contraponer sus respectivas interpretaciones del impacto económico del acuerdo nuclear. Por un lado, Rouhaní subrayó que el acuerdo ha permitido un despegue de la economía iraní, que viene creciendo a un ritmo aproximado de 7% anual. Por otro lado, los detractores del presidente señalaron que este crecimiento se debe fundamentalmente al aumento de las exportaciones petroleras y no ha repercutido en todas las capas de la población, que sigue sufriendo tasas de pobreza y desempleo elevadas. El propio Líder Supremo ha sido muy crítico con la política económica de Rouhaní, abogando por un enfoque mucho más autárquico.

La lectura que hace Rouhaní resulta bastante más convincente: lo que está lastrando a Irán es precisamente su aislamiento económico y su desconexión del sistema financiero global, lo cual redunda en una escasez crónica de crédito. La línea dura con Irán que prevalece ahora en Estados Unidos, de la mano del nuevo ejecutivo y del Congreso dominado por los republicanos, está disuadiendo las inversiones en Irán y espoleando a los compatriotas de Rouhaní que le acusan de pecar de ingenuidad. Esto dio alas a Raisí durante la campaña electoral.

A pesar de que Raisí expresó su apoyo al acuerdo nuclear, los conservadores iraníes que representa miran a Occidente con gran suspicacia y animadversión. De haberse producido una victoria de Raisí, y siendo el presidente Trump quien ocupa el Despacho Oval, habría sido previsible una escalada de tensiones de fatales consecuencias. El resultado de las elecciones permite que no tome impulso la retórica antiiraní de la Administración Trump, que hace unas semanas tuvo que reconocer que Rouhaní está cumpliendo con su parte del trato en materia nuclear.

El respaldo popular a Rouhaní es el mejor aval para que el espíritu del acuerdo nuclear permanezca intacto. Pero Trump no se lo va a poner fácil a Rouhaní. A los líderes iraníes les sigue correspondiendo hacer un esfuerzo por mejorar las relaciones con sus países vecinos y adoptar una postura más constructiva en relación con el conflicto sirio, aclarando que Irán constituye un Estado y no un movimiento de liberación de los chiitas. Esto ayudaría a que las diferencias entre Irán y Estados Unidos no se sigan ensanchando y terminen por erosionar el acuerdo, cuya defensa Trump no considera prioritaria.

No deja de llamar la atención que Trump estuviese viajando a Arabia Saudita, en el marco de su primera visita oficial al extranjero, el mismo día de las elecciones iraníes. Esperemos que de su breve periplo por Oriente Próximo puedan surgir las condiciones adecuadas para avanzar en la buena dirección. Irán ha mandado una señal muy positiva para las perspectivas de paz en la región y eso es algo que no debe desaprovecharse.

Copyright: Project Syndicate, 2017.

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