El 23 de enero del presente año Venezuela logró lo que parecía prácticamente imposible apenas un mes atrás, fracturar la historia viva, la historia actual o la contemporaneidad en dos. Ese día la mayoría social y política de los venezolanos se volcó en maremágnum multicolor a todo largo y ancho del territorio nacional clamando un inaplazable cambio estructural para el país que se cansó y no soporta más la terrible hambruna que se abate contra 95% de la población; ese día Venezuela dibujó una nueva sensibilidad cívica y civilista en los trazos fundamentales de la republicanidad democrática. El continente y el mundo todo observó a través de redes sociales y canales independientes de televisión extranjeros la verdadera dimensión de la otra Venezuela hastiada hasta la náusea de tanta corrupción y saqueo al erario público. Millones de connacionales tomaron las calles del país para decir ¡basta!

Simultáneamente, respetando las diferencias horarias en todo globo terráqueo donde hay venezolanos residentes por razones propias de la diáspora migratoria, en cada punto cardinal del planeta, se observaban cientos de miles de compatriotas protestando y alzando la voz contra el régimen político de facto e ilegítimo del señor Nicolás Maduro. La asombrosa movilización popular de esa mañana-mediodía ha sido tan apoteósica, de tan hondo calado político que expertos y peritos en mediciones han estimado que dicha movilización social no tiene precedentes en la historia de la protesta cívica y pacífica del último siglo.

Al día siguiente, el jueves 24 de enero, el trágico saldo de la arremetida represiva de las fuerzas militares constituidas por el FAES, conjuntamente con la intervención de los tenebrosos colectivos paramilitares, habían asesinado a alrededor de 26 personas, entre ellos menores de edad. 3 días más tarde, atendiendo a informaciones extraoficiales que llevan organizaciones civiles no gubernamentales como Provea, Foro Penal y Observatorio Venezolano contra la Violencia se calculaban aproximadamente 70 personas fallecidas entre protestas callejeras y ejecuciones extrajudiciales practicadas por organismos paraestatales de inequívocamente de filiación oficialista. No obstante, pese a constante protesta in crescendo que se niega a abandonar la calle exigiendo la renuncia de Nicolás Maduro y paso a un gobierno de transición que organice elecciones libres, creíbles con tutela de un nuevo CNE independiente con observación internacional que garantice la emergencia de un nuevo gobierno con una auténtica legitimidad surgido de comicios confiables y convincentes.

El país entró en nuevo tipo de protagonismo que ha resquebrajado las dos décadas de hegemonía unipartidista revolucionaria que había izado las banderas de sendas ideologías doctrinarias de clara filiación tardocomunista de izquierda, un tramo inicial autodenominado “chavismo bolivariano” que agotó su vigencia política de carácter pragmático a mediados del primer periodo “madurista”, y una etapa más extremadamente radicalizada de neto corte “marxista” al más rancio estilo “castrista” cubano con elementos de control hegemónico-comunicacional ruso y chino. A todas luces y ante todas las evidencias empíricas y subjetivas, la autodenominada “revolución socialista” tiene, al fin, el sol en la espalda y comienza a dar muestras fehacientes de agotamiento en su fase preagónica. En la calle, en los espacios laborales, en las fábricas, en las escuelas y universidades, en los campos y en las comunidades, la gente no hace otra cosa que “hablar mal del gobierno” y particularmente de Maduro.

Es objetivamente imposible que lo que una vez fue un proyecto de amplio aliento de redención social y, por qué no reconocerlo, de vocación emancipatoria de las clases sociales preteridas, hoy hace aguas y naufraga en las aguas turbulentas de la protesta y el rechazo social.


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