Tanta tinta ha derramado en la prensa mundial la decisión de otorgarle el estatus sempiterno a Xi al frente del manejo de su país, como la designación de Wang Qishan como su segundo a bordo y, sin embargo, ambas noticias no deberían ser equiparables en importancia.

Ocurre que el primero de los hechos era absolutamente inesperado. Ningún analista de los fenómenos chinos podía haber anticipado que fuera imperativo revestir al actual jefe de gobierno con mayores poderes de los que ya cuenta, ni mucho menos que fuera necesario convertir su cargo en una función vitalicia. Tampoco se esperaba que a Xi se le ungiera también como cabeza de la Comisión Militar Central, lo que le asegura el mando de toda la tropa de las tres ramas del ejército de su país.

A nadie se le hubiera ocurrido pero a Xi sí. Es que los cambios que intenta realizar al interior de su país le van a valer no pocos enemigos. Pero, sobre todo, su figura ha comenzado a adquirir un importante rasgo de vulnerabilidad a raíz de haber instituido la anticorrupción como el eje de la gobernabilidad del coloso asiático, una tarea que ha comenzado desde hace meses y que lo ha convertido internamente en un líder temido de todos.

Ello, y no otra cosa, fue lo que hizo posible el voto a favor de los 2.970 legisladores presentes en la Asamblea Nacional, sin abstenciones ni sufragios en contra. No es la convicción de que China esté urgida en esta hora de un decálogo moralizador. Es el temor reverencial de todo aquel que tiene responsabilidades públicas, el pánico ciego de cada hombre con funciones estatales o gubernamentales, de no compartir o de compartir a medias el más caro proyecto del todopoderoso gobernante del momento.

Para acompañarlo en el difícil trecho que Xi tiene por cumplir le era preciso un ejecutor perfeccionista que gozara de su total confianza y compromiso. Su cercanía con Wang data de más de medio siglo cuando ambos fueron enviados al campo a trabajar en épocas de la revolución cultural. En cada uno de los cargos detentados por este hombre, sus logros han sido muy destacados y, sobre todo, visibles.

Una condición lo distingue aparte de su lealtad al mandatario y es la de haber detentado la jefatura de la Comisión de Inspección y Disciplina del brazo anticorrupción del PC. Por ello había sido seleccionado por Xi en el año 2012 para acompañarlo en la gesta de depuración más feroz que haya conocido el país. Ni uno solo de sus rivales internos quedó con cabeza y un importante número de generales del ejército pasaron al retiro o desaparecieron del escenario. A través de esta campaña, ambos funcionarios terminaron con cualquier tendencia opositora al máximo dirigente del país y se castigó a 1,4 millones de dirigentes por hechos irregulares.

Dos cosas han quedado claras para el conglomerado chino a partir de la orientación que el país recibió la semana pasada cuando, además de modificar la Constitución, se trazaron las líneas de comportamiento del nuevo liderazgo. Dentro del espíritu de Xi y de su nueva mano derecha Wang, aparte de producir las reformas de las instituciones del Estado y del Partido Comunista de China para transformar al país en lo que ambos consideran “un Estado socialista moderno, eficaz y capaz de mantener un desarrollo estable”, será preciso desplegar una disciplina férrea que no permita desviaciones y que no dé espacio para el ventajismo personal. Y a ello, el resto del país le tiene un resquemor paralizante. Arranca la era de una dupla que se hará sentir como ninguna otra.


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