I

De todos los hijos del doctor, la única caraqueña era la menor. Los dos primeros hijos de la pareja nacieron en la paradisíaca isla de Margarita. La primera niña nació en la casa, en Ocumare del Tuy, porque el doctor no le hizo caso a doña Ana, que le insistía en que estaba pariendo. Para que esto no volviera a ocurrir, cuando se acercaba el momento de dar a luz a la última niña, los dos viajaron a Caracas.

La niña nació en la Candelaria. Cuando ya se hizo grande, su madre le reprochaba que no paraba en la casa, que se la pasaba en Caracas, “claro, como eres caraqueña”. Vivir en las afueras de la gran ciudad tenía su encanto, el clima, la tranquilidad, el ambiente pueblerino exquisito, la seguridad, la frescura. Además, el doctor podía dedicarse a lo que siempre había querido, a curar a los niños simples de pueblo, a mantenerlos sanos, a ayudar a sus madres a criarlos bien. Médico de niños. Él rechazó varias veces cargos en hospitales como el J. M. de los Ríos porque quería la medicina menuda.

La familia siempre “bajaba” a Caracas desde los Altos Mirandinos. La carretera Panamericana era un paseo. Pero llegar a la Plaza Venezuela y ver el horizonte verde del Ávila era toda una experiencia. La capital era para las cosas especiales, para las compras, el esparcimiento.

II

De joven estudiante a joven profesional, la muchacha aprendió a conocer esa ciudad esplendorosa. Los corredores viales eran envidia de cualquier latinoamericano que la visitara. Los altos edificios, los amplios jardines, los árboles en flor. El ruido, el tránsito, ¡el Metro! Todo era progreso, todo gritaba desarrollo.

Los viernes eran culturales. Había mucho de dónde escoger. Teatros pequeños o imponentes como el Teresa Carreño. La bohemia de Sabana Grande y su Gran Café y hasta el callejón de La Puñalada. O lo elitesco del ballet y hasta ópera en la sala Ríos Reina, aunque estuviera al lado del Ateneo de Caracas y la plaza de Los Museos con sus hippies vendiendo artesanía.

Los recorridos eran esplendorosos. Había que andar con cuidado, pero fácilmente podían estar entre vendedores ambulantes hasta casi la media noche, o sentarse en algún café a disfrutar del cielo estrellado caraqueño. La ciudad era amable, cosmopolita, la gente sonreía, trabajaba, disfrutaba.

Los sábados eran de cenas en excelentes restaurantes, de funciones de media noche en el cine Altamira o en Chacaíto, de simplemente deambular por plazas y avenidas. Caracas daba para todo, era bella, acogedora, cálida, esplendorosa. Tenía futuro. Hasta que le cayó la peste.

III

La imagenología chavista, la estética rojita es horrenda. No temo decirlo, tengo años diciéndolo. Porque el gusto por la armonía es algo que se aprende desde casa y se moldea en la escuela. Pero, lamentablemente, muchos de los que nos gobiernan no tuvieron ese privilegio. Y, como resultado, la enfermedad que padecen en el alma la transmiten en sus acciones.

No puedo evitar pensar que para ellos es normal maltratar a la mujer. Lo he escrito en otras ocasiones, Venezuela es una mujer maltratada. Caracas es una mujer ultrajada, violada y pisoteada a la que poco podemos ayudar si no cambiamos el rumbo. Ella tiene que dejar a ese marido monstruoso que desde Miraflores la acosa y la acorrala todos los días.

Hay que comenzar a cambiarle la cara, a lavar esos muros rojos horrendos, a sacar esa imagen del mandante con el difunto, a acabar con las frases hechas por el maduchavismo que ensucian cada rincón, hasta de nuestro cerebro.

Debemos volver la mirada al Ávila para regocijarnos nuevamente como caraqueños en aquel verdor que encandila el corazón. No más maltratos, hasta que Caracas pueda volver a recibir felicitaciones por su cumpleaños.


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