Si de algo debemos estar seguros todos o casi todos es que estamos en medio de una batalla en la cual el vencedor lo será por largo tiempo y, ojalá me equivoque, a un costo elevado para muchos. Estamos en medio de un insólito combate cuyo desenlace pareciese tender a ser igualmente insólito.

Lo inédito de la situación, con respecto a tanta tiranía habida en estas tierras latinoamericanas, no es poco ni nimio. Somos un verdadero monstruo histórico. Hágase una comparación, por ejemplo, con la última dictadura argentina, por reciente y particularmente sádica. Es verdad que esta asesinó cerca de 30.000 opositores, por lo demás bastante indefensos, y propició una guerra internacional absurda, pero la economía no llegó a los límites infrahumanos a que ha  llegado la nuestra, petrolera y como nunca robusta y que culminó en una  hiperinflación infernal; ni millones tuvieron que salir huyendo para salvar la vida o la de los suyos; ni la corrupción rompió todas las marcas históricas, consumada por sedicentes socialistas; ni los servicios esenciales se descoyuntaron. En pocas palabras, además de prostituir la Constitución y las leyes, y reprimir sin piedad, como toda satrapía cabal, acabaron con las estructuras básicas de un país que se jactaba de su naciente modernidad y sus entrañas ahítas de oro negro. Tanto es así que todo aquel que quiere analizar el fenómeno no puede sino comenzar por el más absoluto estupor, el mirar sin entender cómo fue posible semejante hazaña contra la estabilidad y la capacidad funcional de un país que, en buena o mala hora, le correspondía un futuro.

Y, como si fuese poco el enigma, en el epílogo madurista  –Chávez aliñaba su saña y sus desvaríos con un  carisma cierto y había dinero para derrochar y pervertir– todo ello se ha dado con un repudio popular que ronda más de las tres cuartas partes de la población; con la condena de todos los países decentes del globo que lo han manifestado con una intensidad pocas veces vista; sin una ideología mínimamente sensata y atrozmente mentirosa, capaz de cualquier atropello institucional  y con un atajo de incapaces en cualquier nivel del gobierno. Y, sobre todo, en la miseria y la escasez, en un dolor inhumano (más de 80% de pobreza, según una rigurosa encuesta universitaria).

Pero, por razones también intrincadas, un día el pueblo, la polis, se levantó de un largo lapso de parálisis. Millones se lanzaron a las calles un día memorable. Surgió casi de la nada un líder que ha sabido ser líder. El cerco internacional se ha multiplicado. El bloque gobernante se agrieta. Sabemos que esta batalla es definitiva y así la hemos asumido. ¿Por qué no vencemos?

Hemos entendido que hay una barrera muy sólida, una, muy calculadamente montada, muy cubana seguramente: la unión cívico-militar que durante dos décadas se ha ido levantando ladrillo a ladrillo. Y que explica lo inexplicable. Un muro que convirtió las fuerzas armadas nacionales en los guardianes de la tiranía, contra la cual se debería estrellar toda razón y toda probidad. Ya solamente le queda entonces la fuerza, solo la fuerza bruta policial y militar, parapolicial y delictiva. Entre otras cosas el gobierno de Guaidó ha confeccionado una nueva estrategia para combatirlas, demostrarle que ellos son también víctimas de la devastación y que solo un puñado de jefezuelos indignos los obliga a traicionar su oficio y su gente. Tenderle la mano, la amnistía. De la deseable victoria de esa ruta dependerá, en buena medida, un final pacífico y democrático o una muy temible sangría nacional.

Ese juego se gana moviendo las piezas, todas, que tenemos. Evidenciando que no hay razón humana que justifique semejante destrucción de un colectivo. Ojalá y así sea. Pero, por último, y ojalá así no sea, reafirmando sin titubeos que esta es la última batalla y la vamos a dar de todas las formas y la libertad ha de  ganar.


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