Lo esencial es esto: hay una incompatibilidad sustantiva entre la persona y el señalamiento. La identidad personal forjada en el tiempo no admite el establecimiento de un vínculo entre Tulio Hernández y la incitación a la violencia. Sé lo que digo: le he leído, le he escuchado a lo largo de los años. En momentos inolvidables, nos hemos sentado a conversar sobre las cosas que nos importan. Tulio es de esos cabezones a los que las ideas resultan irremplazables. Entre los privilegios que nos ofrece la vida, hace mucho tiempo que escogió el de pensar. Nada ha sido más reiterado en él, desde hace no menos de cuatro décadas.

La cadena de falacias que derivan en la conclusión de que su propósito ha sido el de incitar a la violencia es reveladora. Para señalarle se han establecido asociaciones argumentales ilegítimas, se han usado vínculos contaminantes, se han conectado hechos que carecen de causalidad común. No se trata de argumentos sino de argucias. Que sean iniciativas conscientes, no alivia su siniestra ignorancia. Tampoco su mala fe: no parece necesario volver a repetir la relación estructural que hay entre rencor e ineptitud del pensamiento. Ni cómo el vínculo entre ambas –resentimiento y precariedad argumental– liquida toda forma de misericordia: hacer uso falaz de una muerte absurda y deleznable es lo puro inmisericorde. Lo decía Canetti: cuando los demonios han saltado de sus cuevas, los pequeños energúmenos estiran sus cuellos.

Mientras leía Una nación a la deriva, su libro imprescindible y más reciente, volví a encontrarme con la versión más articulada de Tulio: un oficioso atrapado en la exigencia de comprender. Que ordena tendencias. Que jerarquiza. Que hace uso de un amplio espectro de categorías, referencias y metáforas para desentrañar y organizarle un sentido a su amor por Venezuela.

Pero ha tenido que ocurrir este episodio infame para romper el primer envoltorio y hacerme la siguiente pregunta: ¿Comprender para qué? Me lo he preguntado y tengo esto que añadir: La vida mental de Tulio Hernández está cotejada por una necesidad evidente y secreta a un mismo tiempo: alejar la violencia, denunciar “la condición fanática” inherente al terrorismo y a lo totalitario. Toda su operación de intelectual –leer, hacer esfuerzos de interpretación, escribir– es la de una persona temerosa de la violencia, la de un ciudadano que quisiera expurgarla del espacio público.

Una nación a la deriva hubiese podido tener un título más largo: “Una nación a la deriva de la violencia”, porque ese es el hilo del que están tramados sus ensayos. Quien lo ha leído, lo ha constatado: su energía interior, su motivación es la del hombre ajeno, contrariado por la versatilidad y la inagotable capacidad que tiene la violencia de reaparecer. Acusarle de incentivarla es, a la vez, vano y miserable. La operación mental de Tulio vuelve siempre el mismo fundamento: oponer la razonabilidad a la insaciabilidad de la violencia. Sus desvelos se han referido justo a hechos como el ocurrido: entender cómo es posible que alguien sea capaz de congelar una botella de agua y lanzarla desde las alturas contra el cuerpo indefenso de una persona.

En numerosas ocasiones, Tulio ha desmentido nuestra condición de pueblo pacífico y se ha preguntado por el posible sustrato cultural de violencias venezolanas: las que se disfrazan y las que actúan del modo más descarado y abyecto. Decenas y decenas de artículos e intervenciones públicas suyas, especialmente en las últimas tres décadas, son el fruto de esa específica consternación. Su talante no ha sido nunca el de vencer, sino el de persuadir.

Tengo esta hipótesis: desde febrero de 1989, ante el horror del Caracazo, del que Tulio fue testigo directo, su preocupación por la violencia adquirió nuevas proporciones y se volvió incesante. No le ha abandonado, ha echado raíces y se ha refinado de modo incesante. Es el temor a la violencia, el mismo que abruma a millones de venezolanos, lo que le ha empujado a pensarla. Su repulsa de la violencia no es solo intelectual: está inscrita en su ánimo. Entre el hombre que observa y el que padece las realidades del país, no hay escisión. Como cualquier otro venezolano, tirio o troyano, Tulio no es más que un indefenso. Alguien que vive expuesto, bajo el asedio de las furias: las simbólicas y las reales, que una vez más le han hecho su presa.


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