Estados Unidos de América ha sido formal en cuanto a la integración del Estado como tal. Posee el envidiable récord de ostentar una sola Constitución. La que, por supuesto, ha sido objeto de enmiendas con la finalidad de adaptarlas a los nuevos tiempos. Pero su espíritu, razón y propósitos se han mantenido incólumes.

Con nuestro vecino norteño hemos mantenido en el tiempo y en el espacio algunas diferencias en el orden político, económico y geopolítico. De igual modo hemos mantenido -en el mismo lapso- coincidencias y acuerdos plenos. Pienso que si se sometieran al fiel de la balanza, los resultados de dicha medición serían evidentemente positivas. ¡No me cabe la menor duda!

El respeto por las instituciones internas (gubernamentales y las de la sociedad civil) ha sido estandarte y ejemplo pleno de ciudadanía republicana. El presidente, indudablemente, es el jefe y vocero autorizado del Estado y de la nación, en coherencia y en armonía plena. Por tal razón, se cuida y es muy respetuoso de las formas y los modos cómo administra su amplísimo poder político, económico y social, que le confiere la Constitución. El presidente respeta a su vicepresidente y gabinete (escogido por él mismo) y trabaja armónicamente en la conducción del gobierno. El Pentágono, por ejemplo, tiene su autonomía administrativa en tanto y en cuanto sus ejecutorias estén plenamente ajustadas a las orientaciones precisas del comandante en jefe. El Departamento de Estado, de igual modo, es el ejecutor de todo lo relacionado con la política exterior y al indudable influjo que por intermedio de la geopolítica, aplican consuetudinariamente los estadounidenses.

En Iberoamérica hemos conocido y padecido a flor de piel la política instrumentada por el Departamento de Estado. Algunas de esas políticas fueron nefastas. Por ejemplo, la acción desplegada por Foster Dulles en la década de los cincuenta fue negativa en grado sumo, al mantener un continuo espaldarazo a la dictadura que, al igual que ahora, nos asolaba. Aquel desafortunado apoyo al perezjimenismo ocasionó un lamentable hecho, muy repudiable por demás, ejercido por la ciudadanía con motivo a la visita a nuestro país del vicepresidente Richard Nixon en 1958. La posición del Departamento de Estado cambió ostensiblemente con la llegada del partido demócrata al poder y su candidato John Kennedy. Sobre todo en lo relativo al repudio a las dictaduras militares que acogotaban a América. El flujo y reflujo de la política aplicada por el Departamento de Estado oscilaban parsimoniosamente en la medida en que tanto los republicanos como los demócratas, detentaban el poder. Es decir, el presidente estadounidense de turno mantenía el espaldarazo de rigor al jefe del Departamento de Estado.

Creo que quizás la excepción a esta norma no escrita la ejecutó el ya presidente Nixon, al inicio del proceso de negociación política emprendida con motivo de la Guerra de Vietnam. En efecto, en aquella ocasión, designó al señor Henry Kissinger como su vocero y representante en los diálogos emprendidos, que culminaron con la exitosa negociación política que determinó el retiro de las tropas en aquel país y el disfrute de la paz tanto anhelada. Tan importante cometido fue realizado bypaseando al Departamento de Estado. Fue una acción personalísima de Nixon y su arriesgada jugada le salió bien. A pesar de todas las reservas emanadas por El Pentágono y el Departamento de Estado.

La anterior reflexión viene a mi mente con motivo del mensaje difundido por el vicepresidente Mike Pence, en el que aseguró que hablaba en nombre del presidente. En el mismo exhortaba a los venezolanos a protestar resueltamente en la calle -el día siguiente- con motivo a conmemoración de 61 aniversario del 23 de enero. Allí formulaba una seria advertencia ante el uso de la predecible violencia que ejercerían los organismos represivos del madurismo. Al día posterior -como resultado de la juramentación evidentemente sugerida- del presidente de la Asamblea Nacional como presidente interino, el Departamento de Estado reconoció de manera formal a Juan Guaidó como jefe del Estado venezolano con la intención de encauzar y redireccionar o redirigir la transición, que es y luce ya como ineludible.

Los estadounidenses han incursionado, de manera ejemplar y abierta (sin preámbulos) en diversos cambios abruptos de gobiernos, en escenarios mundiales (su participación en el derrocamiento del autoritarismo de Marcos en Las Filipinas) y latinoamericanos. Basta recordar en nuestro continente todo lo acontecido en Panamá y en Haití. También los hechos en Granada (acción «Urgent Fury»). Estos sucesos son ya historia y cada quien tendrá su opinión, todas respetables, al respecto.

Lo acontecido con Venezuela (a la hora de redactar el artículo) se puede vislumbrar y analizar con diversas ópticas. Todo de acuerdo con cómo se vayan presentando, de veloz manera, los inmediatos acontecimientos. El gobierno estadounidense ha evacuado algún personal (con su familia más cercana) diplomático y consular. «No determinante» (en su criterio) para el desempeño de sus funciones. De manera coetánea entrega las credenciales a Juan Guaidó, como reconocimiento pleno de su representación oficial. Es decir, para el gobierno de Estados Unidos es el inequívoco presidente. ¡El personal diplomático y consular restante permanecerá en suelo venezolano, amparado por la Convención de Viena!

El vicepresidente del PSUV, con su particular y escatológica jerga anuncia que «cortará la luz, agua y gas» a la sede diplomática. No sé si ordenará al Sebin que se le prohíba el desplazamiento por la ciudad a los diplomáticos y, si en definitiva, se ejercerá en contra de ellos el acostumbrado modus operandi represivo, ¡con las consecuencias fácticas y diplomáticas que tal hecho derivaría!

Ya la señora abogado, con nacionalidad compartida estadounidense-venezolana, ha advertido lo que eventualmente emanaría. Se trata de la misma fémina a quien el difunto le solicitó «masajes en el cuello», en una de sus habitaciones presidenciales. Luego de apagar la grabadora, dando por concluida la entrevista y proseguir con la acostumbrada lascivia, conducta de vil atropello por él acostumbrado. Les ha indicado claramente, la dama en cuestión, al totalitarismo lo que significaría un hecho de violencia o coerción incoado en contra de sus diplomáticos. De tal manera que estas horas son cruciales para desmadejar la maraña.

De igual modo se ha derramado en los últimos dos días, otra vez, en este bochornoso y fatal ciclo, sangre venezolana. Cifras serias emanadas de organizaciones representativas de la sociedad civil hablan de más de 20 muertos. La violencia represiva del gobierno se hace sentir con reiterada y asesina impertinencia. Padecen -el totalitarismo- de sordera crónica ante varias declaraciones alternas provenientes de figuras variadas y representativas de la política oficial estadounidense. El almirante jefe del Comando Sur señala -exhortando a Maduro y su Combo- que se «acojan a la amnistía, que eventualmente promulgaría Guaidó, para salir de manera negociada del país sin que se les obligue el retorno. El senador republicano Rubio -sin ser vocero oficial de Trump-, pero su evidente «consejero político», anuncia día a día que si se desata la violencia en contra de diplomáticos, connacionales y venezolanos en general, Trump estará dispuesto a actuar con todos los medios y formas con que dispone. De igual manera la declaración emitida por la presidente de la Cámara de Representantes del partido demócrata.

Si en definitiva la Liberación Nacional de Venezuela se realiza en lo inmediato, habrá de reconocerle a Donald Trump (presidente republicano) parte del mérito innegable que le corresponde. Para Venezuela, tal hecho significará y superará todas las expectativas precedentes y puntuales que otrora se crearon, emanadas de las ejecutorias de los presidentes demócratas Franklin Delano Roosevelt y John Kennedy.

Vale la pena recordar en esta hora crucial para la República la lapidaria frase emitida por Juan Vicente Gómez con motivo de otorgarle la libertad -luego de 14 años de cautiverio- al general Román Delgado Chalbaud en 1928: «Qué culpa tiene la estaca si el sapo brinca y se ensarta».

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