Estas últimas semanas en Estados Unidos han sido, para decirlo rápido, muy duras. Al comentarlo pensamos de inmediato en la tensión que existe con Corea del Norte, razón de sobra para estar agustiados, pues media allí el horror de un conflicto bélico nuclear. Pero tan asfixante como eso, que no obstante grave luce todavía afortunadamente evitable, se vive una especie de viaje a un pasado que parecía superado… pero que muchos se temían desde que Trump irrumpió con una narrativa que no solo tenía hilos conectores con el racismo, sino que, al explorarlos electoralmente, cultivó divisiones al tiempo que empoderó grupos y personajes que creíamos un mal recuerdo histórico.

Hace dos semanas, en los sucesos de Charlottesville Virginia, vimos el resurgir del Ku Klux Klan, ahora sin máscaras. Sus rostros descubiertos se nos echaron encima violentamente junto a grupos neonazis. Y llegaron al extremo de asesinar inocentes porque estaban en las inmediaciones de las contramanifestaciones que resistían sus expresiones de odio. Y lo peor: los días siguientes a ese horror transcurrieron en el rechazo categórico de Estados Unidos, unánime con una excepción: una sola persona que permaneció dubitativa y señalaba que la responsabilidad de los atroces hechos recaía en “varias partes”. Responsabilidades compartidas… dos caras de una misma moneda. Insólito. Quien así hablaba era el presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

Pero luego no solo fue incapaz de condenar el racismo (cuidando apoyos electorales que incluso hicieron parte de las declaraciones de los grupos del KKK y los neonazis a la prensa), sino que de ese episodio el controversial magnate devenido presidente improvisado, otorgó un indulto presidencial a Joe Arpaio, el polémico ex sheriff de Arizona, protagonista principal de la Ley 1070, que implementó con saña y violando los derechos humanos de la población hispana del condado de Maricopa en dicho estado. Arpaio fue, igual que Trump, uno de los iniciadores del movimiento (racista por implicación) que cuestionó la ciudadanía del presidente Obama.

El inefable sheriff finalmente sería derrotado en elecciones y luego juzgado y condenado por abusos y prácticas racistas durante su ejercicio en el cargo. Sin embargo, en el calor de los sucesos de Charlotesville, a Trump le pareció buena idea indultarlo, abofeteando a la gran mayoría del pueblo americano, pero consolidando el apoyo de esos “electores duros” definidos como “supremacistas de la raza blanca”, que dieron lectura propia a su mensaje “Make America Great Again” como “Make America White Again”

Si todo esto era difícil de digerir, esta semana empeoró. En un escape radicalizado hacia adelante Trump, tomó lo que el ex presidente Obama caracterizó como una crueldad: suspender el programa de alivio migratorio para los jóvenes soñadores, conocido como DACA. Este programa, decretado por Obama, impidió la deportación y otorgó permisos temporales de trabajo, hasta tanto se aprobase una reforma migratoria, a los inmigrantes indocumentados que ingresaron al país con sus padres cuando eran menores de edad; y que han crecido en la sociedad americana haciendo parte de ella. La mayoría de los casos, llegados a territorio estadounidense antes de los 6 años de edad, sin conocer otro idioma que el inglés ni otro país que Estados Unidos. Obama los consideró ciudadanos sin documento que lo estableciera. Todos los sectores del comercio y la industria, así como las universidades, consideran a estos jóvenes dreamers (soñadores) un aporte positivo para la economía y sociedad americana. Además de ser congruente con los valores estadounidenses, preservar DACA es una política económica inteligente. Un estudio reciente del Centro de Progreso Americano encontró que eliminar DACA le restaría más de 600.000 trabajadores a la economía de Estados Unidos y más de 430.000 millones al producto interno bruto a lo largo de la próxima década.

En los hechos, la gran mayoría de los ciudadanos apoya la permanencia de los dreamers en Estados Unidos: 58% piensa que estos inmigrantes indocumentados deberían ser autorizados a permanecer y convertirse en ciudadanos si cumplen ciertos requisitos. Otro 18% considera que se les debe permitir quedarse y convertirse en residentes legales, pero no de inmediato en ciudadanos. Y solo el 15% postula que deben ser deportados. En síntesis, todo el mundo les da la bienvenida a los jóvenes soñadores menos Trump (y, seguramente, gente con el perfil de quienes manifestaron en Charlottesville). ¿Por qué? Obviamente la mayoría de los jóvenes soñadores son de origen hispano, y los que no, tienen origen africano, árabe, persa, indio o asiático.

Un grupo de fiscales de los estados de Nueva York, Virginia, Massachussets, California, Washington, entre otros, han accionado judicialmente para solicitar la suspensión de la iniciativa de Trump por considerarla “contaminada por prejuicios raciales”. Es una postura que, más allá de lo jurídico, se planta como testimonio de carácter político contra un gobierno que ha retrocedido en materia de derechos civiles y humanos a situaciones que recuerdan la década de los sesenta.

Este resentimiento racial tiene raíces económicas. Por un lado, hay sectores de la clase trabajadora industrial tradicional (mayoritariamente de raza blanca) que se sienten desplazados por el libre comercio con México o los inmigrantes, aun cuando lo cierto es que ese intercambio comercial ha maximizado el bienestar de los consumidores con precios más bajos; y los empleos perdidos pueden atribuirse más a los avances tecnológicos que a la presencia de inmigrantes. Por otra parte, Estados Unidos viene avanzando económicamente, incluso creciendo con pleno empleo en los últimos años, pero los salarios se han mantenido bajos, o directamente congelados, a pesar de los incrementos de productividad. Esto ha creado una inmensa brecha entre la mayoría asalariada y el monto de las compensaciones de los altos ejecutivos y los récords de ganancias corporativas.

Si hay algo particularmente crítico en las últimas dos décadas en Estados Unidos es el hecho de que el crecimiento de la economía se ha registrado en medio de una increíble acumulación de riqueza en pocas manos. La gran clase media de Estados Unidos ha visto disminuidas sus posibilidades de movilidad social, vive muy endeudada y todavía con la angustia que dejó la recesión de 2008. Para alguna gente, esta ansiedad puede encontrar aliviadero en los cauces de la xenofobia o el racismo. Quienes desde la política manipulan ese sentimiento, para evitar medidas que garanticen justicia social y económica, lo hacen a un costo inmenso; incluso mediante la normalización de las posturas racistas que ha empoderado a grupos radicales como el Ku Klux Klan. Una forma muy irresponsable de defender un statu quo en el que minorías acumulan riqueza a expensas de una clase media y trabajadora que no participa con justicia en los beneficios del crecimiento económico. Todo lo contrario a la democracia y forma de capitalismo incluyente que hizo grande a Estados Unidos a partir de Nuevo Acuerdo de Franklin Delano Roosevelt.

El gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, no pudo decirlo de mejor forma esta semana, cuando en un discurso expuso: “Ciertamente, Corea del Norte es una seria amenaza, pero hablemos de amenazas. La más grave de todas es el racismo. En efecto, el racismo es un cáncer del cuerpo político. Hace que unas células luchen contra otras: es una batalla desde el interior. Ese es el problema: porque solo los americanos pueden derrotar a Estados Unidos de América”.

Pero hay algo más. Trump no solo vulnera a Estados Unidos al perpetrar esta regresión en materia de derechos civiles y humanos, que erosiona la fortaleza de su democracia. Al hacerlo no solo debilita su liderazgo mundial, como señala Cuomo, sino que le resta peso a la referencia moral que Estados Unidos ha constituido siempre en el planeta, justamente en tiempos cuando es muy necesaria.

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