Traspasó una serie de límites. El primero de ellos, un amplísimo consenso internacional en torno al Acuerdo de París, pacto firmado el 12 de diciembre de 2015 (cuya aplicabilidad entrará en vigencia a partir de 2020), con el objetivo de impedir que la temperatura del planeta siga aumentado. Cuando Ban Ki-moon, entonces secretario general de la ONU, anunció el logro ante una sala atestada de diplomáticos y periodistas que estallaron en aplausos y vítores, 195 países habían firmado, salvo Siria y Nicaragua. Hoy Estados Unidos ha dado la espalda a un compromiso global para enfrentar uno de los problemas más apremiantes de la Tierra.

El día que Trump anunció que Estados Unidos saldría del acuerdo, rompió con esfuerzos imposibles de resumir, de casi tres décadas: en 1988, la ONU y la Organización Meteorológica Mundial crearon el Panel Intergubernamental del Cambio Climático. A partir de entonces, la ruta ha sido dura y controvertida. En 1992 tuvo lugar la Cumbre de la Tierra en Río de Janeiro, donde 180 países suscribieron el Tratado del Cambio Climático. En 1997, se firmó el Protocolo de Kioto, que entró en vigencia en 2005. En 2009 fue la Cumbre de Copenhague, que no obtuvo resultados. Mientras tanto, en abatimiento de las opiniones negadoras, la comunidad científica ha comprobado que el calentamiento global es resultado de la acción humana.

Que Trump haga uso político de esta cuestión no cambia el carácter real y acuciante del problema. El cambio climático causa una cuarta parte de las muertes en el mundo, que se originan en factores medioambientales, según reportes técnicos de la ONU. En los análisis de las causas del horror de Siria, guerra en curso después de seis años, suele omitirse la sequía que asoló al llamado Creciente Fértil, y que dio comienzo a una debacle social cuya primera consecuencia fue el desplazamiento interno de más de un millón y medio de personas.

No solo se rompió con una responsabilidad política y moral con cada ser humano del planeta: Trump desconoció el beneficio de operar dentro de un marco multilateral, que, inevitablemente, ha de estar guiado por valores y regido por reglas. Cuando rompió con el Acuerdo de París, rompió con un consenso de la sociedad organizada, con los Objetivos del Desarrollo Sostenible.

¿Por qué debe importar al ciudadano norteamericano la reacción que la decisión de Trump ha generado, especialmente en Europa? En primer lugar, porque oxigena la leyenda negra, la imagen de Estados Unidos como un país depredador y avaricioso, dispuesto a negar derechos que son de la humanidad, que usa la preceptiva de la libertad y la democracia para esconder su voracidad económica de corto plazo. Trump alimenta, de la peor manera, la vieja y compleja problemática de la reputación norteamericana en el orbe.

Pero, tan relevante como lo anterior, debe importar el carácter de los argumentos para justificar la medida: desde afirmaciones falaces, como que suscribir el Acuerdo equivaldría a la destrucción de 2,7 millones de empleos en Estados Unidos, hasta el uso de frases absurdas en las que se proclama “defensor de los trabajadores de Pittsburgh y no de los trabajadores de París”. Razonamientos de muy escasa consistencia. Las contundentes reacciones de ciudades, estados, empresas y ciudadanos de todo el país –incluyendo a los de Pittsburgh y a empresas como Exxon, Chevron y General Electric, que operan en el sector energético–, así como los resultados de encuestas, como el estudio de la Universidad de Yale, nos obligan a preguntarnos cuáles con las bases conceptuales, o de cualquier orden, sobre las que Trump toma sus decisiones. La falsedad de sus argumentos sobre el tema del empleo no resiste el mínimo escrutinio estadístico. Las inversiones en fuentes alternativas de energía han sido uno de los motores de la situación de pleno empleo en la que Trump encontró la economía de los Estados Unidos cuando asumió la presidencia (al registrarse un desempleo promedio nacional del 4,5%).

Es necesario plantearse por qué Trump actúa de esta manera. ¿Qué lo mueve? ¿Por qué ese deseo de agraviar, de impugnar lo que le precede, de patear el tablero de cuestiones fundamentales, no solo para Estados Unidos, sino para el género humano? ¿Realmente cree que se puede gobernar a la nación norteamericana a partir de la consigna de America First, o hay algo más profundo y más incontrolado que la pulsión populista y el deseo de congraciarse con un electorado que, en su mayoría, está en desacuerdo con alimentar la amenaza climática?

Trump parece gobernado por sus obsesiones. En la prensa no faltan los bienintencionados que se preguntan a quién escucha o qué le conmueve. Quizás estas preguntas exceden al estado real de su sensibilidad. A lo mejor, la cuestión medular es que no le importa. Que ciertos problemas, como el aumento promedio de la temperatura del planeta en un grado, cuando 30.000 especies están en peligro de extinción y casi 3.000 millones de personas son vulnerables porque viven en costas o en zonas próximas al impacto del cambio climático, es algo ajeno al hombre fascinado por sí mismo.

A la pregunta de qué rompió Trump cuando rompió con el Acuerdo de París, cabe contestar: rompió con la lucha contra la desertificación, con los esfuerzos para proteger los sistemas hidrológicos y por evitar que el nivel del mar siga subiendo y que sigan multiplicándose las víctimas de los fenómenos climáticos extremos.

Pero su irresponsable conducta ha encontrado una respuesta social y política que pasó de la crítica a la acción. El multimillonario Bloomberg ofreció donar los fondos para pagar la cuota de afiliación impuesta por la ONU a los países del Acuerdo, a efecto de abrir espacio a una delegación norteamericana al margen de la decisión de Trump. Y al pronunciamiento del alcalde de Pittsburgh, reclamándole a Trump el error de retirarse del Pacto, se han sumado los alcaldes de las 175 principales ciudades, así como los gobernadores de 27 estados, incluyendo la propuesta del gobernador de California (por sí misma la octava economía del mundo) de designar una representación norteamericana en los mecanismos del acuerdo apoyados en la oferta de Bloomberg. Los gobernadores y alcaldes han manifestado, incluso, que cumplirán voluntariamente con los objetivos del Acuerdo de París en sus respectivas políticas. En fin, Trump ha roto también el límite del ridículo, degradando nuevamente la majestad e investidura de la Presidencia dentro y fuera de Estados Unidos.

Hay algo muy importante que debe ser considerado. Al romper con el acuerdo de París, Trump renuncia a un objetivo estratégico y vital para Estados Unidos: liderar el mercado y el foro global sobre las alternativas energéticas. De hecho, en lugar de poner el interés de América primero, lo ha puesto en la cola. Uno de los países desarrollados alcanzará en las próximas décadas el liderazgo energético no petrolero. Estados Unidos, bajo la presidencia de Obama, se encaminaba a ese sitio de preponderancia. Las ventajas comparativas y escala de la economía de Estados Unidos le ofrecían el posicionamiento estratégico para hacer sostenibles las inversiones e innovaciones requeridas, a efecto de alcanzar los objetivos del Acuerdo de París e influir por muchos años como primera potencia energética global. Esto es lo que comprenden los gobernadores y líderes de negocios en Estados Unidos. Pero Trump le ha dado la espalda a la ciencia, al problema climático y a las oportunidades económicas relacionadas con la lucha por la conservación del medio ambiente.

Trump rompió con la sensatez y quiso romper con el futuro, que inevitablemente ha pactado con lo acordado en París. Afortunadamente existe una sólida resistencia en el seno de la sociedad estadounidense.

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