La retórica política de Donald Trump va más allá del populismo nacionalista y xenófobo, con expresiones racistas. Es también un discurso que ataca todo mecanismo de control institucional frente al poder del Ejecutivo, el cual Trump asume de forma personalista.

Entre sus impulsos antidemocráticos se inscribe su actitud contra la libre prensa, pero también la forma habilidosa con la que convierte esa hostilidad en táctica de distracción de la opinión pública para dominar el ciclo noticioso. En suma, Trump ataca, pero también usa la libre prensa y sus dinámicas, contra la misma prensa y contra el derecho de la ciudadanía de estar informada sobre asuntos fundamentales para el ejercicio democrático.

El uso de Twitter para pueriles controversias, provocar, hacer ataques personales (no debatir ideas) o mentir abiertamente es resultado de su impulsivo carácter, pero, sobre todo, es parte de su estrategia para abusar de la democracia y las libertades, valores e instituciones que la definen y le dan sentido. También, por supuesto, es su legitimación de la falsedad informativa que circula por las redes sociales en esta era de la posverdad, de cuya manipulación tomó provecho su propia candidatura, como lo revelan las investigaciones del fiscal Mueller, en la trama de la intervención rusa en las elecciones de 2016.

En su estrategia de adulteración de la realidad, Trump ha hecho tres cosas que merecen una reflexión. Primero, ha asumido como parte de su léxico el término “fake news” –que alude a esos canales ilegítimos que abusan del tráfico informativo en las redes sociales–, pero no para referirse a estos, sino para atacar a la libre prensa representada en los medios institucionales. En segundo lugar, ha hecho una peligrosa calificación de los periodistas de estos medios institucionales e históricos, críticos de su administración, como enemigos del pueblo. Y en tercer lugar, ha retirado credenciales de la Casa Blanca a corresponsales críticos para negociar la participación de sus casas editoriales; y ha llegado a decir que deberían revisarse concesiones radio-televisivas. Para los ciudadanos americanos, que hemos nacido en países como Venezuela, estas tendencias son un terrible recuerdo, que aspiramos a ver subyugadas por las hasta hoy muy sólidas instituciones de control legal y judicial que caracterizan a la democracia estadounidense. No en balde Trump también incluye en su ataque sistemático a las instituciones judiciales.

La semana pasada, la tensa relación entre medios de comunicación y Trump dio un giro inesperado. Salíamos de los funerales de Estado del ilustre senador John McCain, planificados por este en su lecho de muerte para enviar un potente y último mensaje al país y a Trump. Mensaje pedagógico que pasó por excluir a Trump de la ceremonia del sepelio y por escoger los oradores no solo entre figuras republicanas, sino también demócratas. Los voceros estelares fueron los dos últimos ex presidentes Bush y Obama, quienes además fueron los líderes que le cerraron el camino a la Presidencia al propio McCain. Bush, su compañero de partido, en la primaria de 2000; y Obama, en la elección presidencial de 2008.

En medio de ese nudo noticioso no dominado por Trump, sino por su ausencia y por un mensaje bipartidista refrescante, aparece el editorial anónimo publicado por The New York Times, uno de los medios emblemáticos de la libre prensa, atacado ferozmente por Trump. En este artículo, el autor no se identifica con su nombre sino con su posición de alto funcionario del gobierno de Trump, que se mantiene en el anonimato porque es parte de una resistencia institucional que busca defender la democracia de Estados Unidos de los instintos autoritarios de Trump y de sus absurdos planteamientos en materia de seguridad nacional y políticas públicas. ¿Cómo confiesa el anónimo paladín que lo hacen él y quienes lo apoyan desde dentro del gobierno? Evitando que cosas críticas lleguen a las manos o conocimiento de Trump, para manejarlas a niveles que escapen a su opinión o influencia, o boicoteando, retrasando o moderando las ejecutorias de sus descabelladas órdenes. El anónimo reconoce que, a pesar de la insensatez y riesgos que supone Trump, su gobierno ha ejecutado algunas iniciativas fundamentales para la agenda más conservadora republicana (con las que se manifiesta de acuerdo), específicamente la reducción de impuestos y la desregulación económica. Pero advierte que, sin esa resistencia interna, Trump es un peligro para el futuro de la democracia norteamericana, y hasta señala que la raíz del problema es la amoralidad del actual presidente.

El debate que se ha generado, además de las especulaciones sobre quién puede ser el autor, incluye discusiones sobre si The New York Times debió dar espacio editorial a un anónimo hasta si este alto funcionario se excede en lo que para algunos es un ejercicio de deslealtad. Para otros, revela una inaceptable usurpación de los controles políticos, administrativos o judiciales que corresponden a otras instituciones. Trump ha dicho que el autor, si existe, es un traidor a la patria y que The New York Times debe revelar su identidad porque se está haciendo cómplice de dicha traición.

Pero la publicación del ya célebre artículo anónimo cabalga de alguna manera sobre el espíritu, propósito y razón del mensaje que McCain impuso con su funeral. El legendario senador ciertamente golpeó fuertemente a Trump, pero su objetivo no era humillarlo o intentar que el excéntrico presidente recapacitase. McCain era un hombre de Estado consciente de que Trump no va a cambiar. El Maverick, como se le conocía en el Senado, intentó hablarles y llamar a la reflexión a su propio partido y a millones de electores republicanos. Trató de recordarle al partido su papel en el ejercicio del poder que tiene en el Congreso. A los millones de electores que no reconocen la tolda de Trump como su propio partido y mucho menos al que fundó Abraham Lincoln, que estas elecciones de mitad de período deben ser un ejercicio de protesta contra las desviaciones encarnadas en el personalismo demagógico de Trump.

El último mensaje de McCain, como la reflexión que provoca este editorial del paladín anónimo publicado por The New York Times, no puede decirse que constituye un llamando a votar por el Partido Demócrata, pero sí al menos a no votar por aquellos republicanos que habilitan el personalismo de Trump, para dar paso a una segunda mitad del período presidencial que permita un regreso al sistema de controles institucionales hoy socavado por Trump.

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