No había cumplido 10 años a finales de los años treinta del pasado siglo cuando tuve que viajar solo a Mérida. ¡Una insólita aventura! Tres días por la carretera trasandina en un autobús de la línea ARC que inevitablemente iba a sufrir algún percance que lo obligaba a arrimarse a la cuneta y esperar que el chofer o un mecánico de última hora reparara la avería. Era viajar por tierra, es decir, aventurarse en los infortunios de la pesadilla, el calor, el polvo del camino y el traqueteo del vehículo. Tres días para llegar a Mérida, pasar la noche en Barquisimeto o pernoctar en Carora sabiendo que el Tirano Aguirre, convertido en fumarola, andaba suelto asustando a la gente y llegar a Mérida deshecho y claveteado por las chinches de las pensiones que albergaban a los viajeros. Los que seguían viaje a San Cristóbal tenían que soportar un día más de increíbles penurias y nuevas averías.

El nombre de Taborda, cerca de Puerto Cabello, mantuvo un iluminado prestigio durante los años treinta y cuarenta porque era allí donde terminaba, no el asfalto, sino el macadam de la carretera que comenzaba en Caracas. A partir de Taborda se iniciaba el suplicio de la carretera de tierra hasta llegar a San Cristóbal o, peor, a cualquier otro desamparado destino. Los viajeros que venían del interior, al llegar a Taborda, aliviados, se quitaban el pañuelo que los protegía del polvo, dejaban atrás los sufrimientos del camino, suspiraban al sentir el roce suave de los cauchos sobre el macadam y exclamaban: ¡Llegamos a Caracas!, sin percatarse de que faltaban aún, cuando menos, ¡cinco o seis horas! Lo que pasaba era que estaban llegando a la civilización, quedaba atrás la presencia mezquina de un país primitivo. Descubrí a los 10 años de edad que Taborda era el lugar que en 1667, no alcanzó a visionar John Milton cuando concertó en El paraíso perdido el matrimonio entre el cielo y el infierno. Taborda era el cielo para quienes llegaban a ella desde el interior del país y el infierno para quienes desde Caracas iban en camino hacia el interior del desolado país.

El niño que yo era hizo aquel penoso viaje sin tutela alguna, pero en pánico total porque significaba aventurarme en el peligro y hundirme en las acechanzas que podían solaparse a la sombra de un país totalmente desconocido.

Las mujeres de mi casa cosieron una faltriquera en la que guardaron el poco dinero que sufragaría mis gastos y la ocultaron en mi cintura, pero junto a la faltriquera agregaron también los consejos y advertencias: “No hable con nadie que no conozca; tenga cuidado si un hombre se le acerca a darle un dulce; no acepte nada que le ofrezcan ni beba de ningún pocillo porque puede ser que lo enfermen de carate; tenga mucho cuidado con la gente andina patilluda porque son traidores y vengativos; no muestre ningún asomo de asco o repugnancia porque lo pueden matar a machetazos; no haga como Páez que enseñó el dinero que tenía y por poco lo asesinan a pleno mediodía; no se bañe en esas pensiones porque puede coger alguna infección y no va encontrar médico que lo salve…”.

De manera que durante tres días viajé en ARC en permanente sobresalto y aterrorizado mirando fijamente a las personas a ver si tenían largas las patillas o si la piel era blancuzca, rojiza o azul oscuro o si venían a matarme.

¡Era un desconocimiento total del país! Caracas ignoraba la existencia del venezolano que vivía en los Andes, Ciudad Bolívar, Carúpano o Puerto Nutrias. Simplemente, no había carreteras, y para viajar a Cumaná había que llegar a El Tigre y subir hacia el norte buscando el mar. Más allá de Taborda no solo había monte y culebra, había paludismo, mal de Chagas, patilludos vengativos y asaltantes de camino. En Caracas se decía que en el oriente del país merodeaba gente que quería robar las ofrendas a una Virgen del Valle que creía estar protegida por reinar en una isla.

Desde entonces, y me enorgullece decirlo, ¡conozco el país! Intentó la modernidad a partir del momento en que Rómulo Gallegos fue elegido presidente de la República en elecciones universales y secretas. ¡Un civil y no un militar! Escritor, ¡además! Era la primera vez que un acontecimiento semejante sacudía al postergado país palúdico y chagásico. Y el país, que dejaba de ser rural al asentar su condición petrolera, más que moderno comenzó a ser un país.

Juan Liscano reunió en el Nuevo Circo a todos los grupos folklóricos y por primera vez supimos que existía un país cultural. Al mismo tiempo, Bolívar Films registraba la obra de gobierno de los presidentes de estado que luego proyectaba en las salas de cine del país y también por primera vez los venezolanos vimos cómo era San Cristóbal y cómo caminaba la gente en San Juan de los Morros y cómo era Maturín y la gente de Monagas. ¡Y descubrimos que existía una geografía humana! Pero aparecieron los militares, echaron la partida para atrás y Gallegos tuvo que conocer el exilio.

Es cierto que en la hora actual Taborda dejó de iluminar los mapas venezolanos y cesaron los sufrimientos de los viajes por carreteras de tierra. Quedó atrás aquel niño que sobrevivió a las enfermedades tropicales y a los peligros y acechanzas de gente emboscada y taciturna. También quedaron atrás los purgantes y el aceite de tártago; las lombrices, los castigos de las maestras, la Historia de Venezuela del hermano Nectario María, la faltriquera, el pánico al pocillo contaminado y al machetazo de unos andinos desconfiados y patibularios.

En todo caso, son pocos hoy los que han oído hablar de Taborda e ignoran el prestigio que ese lugar llegó a tener alguna vez; un lugar en el mundo, reitero, que John Milton no alcanzó siquiera a imaginar que pudiera existir. Lo lamentable es que el país, al paralizar nuevamente sus anhelos civiles bajo el inventado socialismo bolivariano, permanece averiado y puesto de lado en la cuneta de la vieja carretera de tierra ochenta años después de haber asistido yo, en Taborda, cerca de Puerto Cabello, al matrimonio del cielo y del infierno.


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