En un texto muy antiguo, tanto que ya tiene casi 2.000 años, el Evangelio según San Mateo (7,12), hallamos lo que tanto para quienes somos creyentes con la fe en Jesucristo como para los que no, viene a ser el fondo, la base y la esencia de la civilización: “Todo lo que querrían que hicieran los demás por ustedes, háganlo ustedes por ellos, porque eso significan la ley y los profetas”. Esto es lo que se suele llamar la regla de oro. Son unas frases muy dichas, muy repetidas, pero poco quizás pensadas en todo su significado y trascendencia. Se pone el foco de la conducta humana en el trato, integralmente entendido, entre unos y otros. Según sea ese trato, seremos civilizados o no.

En Venezuela, desde hace muchos siglos, hemos ido avanzando en lo que estoy llamando el trato civilizado entre nosotros, pero ha llegado un momento, hace exactamente casi veinte años, que ese proceso se ha detenido y se ha invertido. Un régimen político, contrario a nuestra cultura y centrado directamente en la violencia, se ha propuesto clara y explícitamente, sacarnos del campo de la civilización y ubicarnos a todos, cada uno y como sociedad, en el terreno de la incultura y la barbarie. Gracias a Dios y a la firme resistencia de nuestro pueblo, sus logros son relativamente escasos y concretados en grupos específicos y limitados, especialmente los llamados colectivos y los delincuentes comunes que inevitablemente siempre estarán presentes en toda comunidad humana y serán más o menos numerosos según los faciliten o no las circunstancias sociales.

En mis últimos artículos he venido poniendo el acento, con algunos ejemplos, en lo que he llamado la “ruta de la crueldad”, esto es, la formación de la mentalidad militar. Seguramente no hay nada más contrario al espíritu del texto de Mateo y a lo que de él se desprende que un pensamiento guiado por la violencia que se inscribe en las “leyes” realmente funcionantes, por muy camufladas que estén en el discurso explícito, de la institución militar. Y la historia, desde los asirios y mucho antes, nos lo prueba. La civilización, y por tanto la paz, están primero y ante todo en el pensamiento que comparte todo un grupo humano. El trato pacífico y civilizado entre personas, no solo individualmente sino sobre todo como sociedad, tiene en él su propio y primer lugar de existencia.

Sin embargo, nunca como hoy es tan abundante y tan devastadora la presencia de las armas y de la milicia en el mundo. Basta echar una superficial mirada sobre Estados Unidos de Norteamérica, Rusia o China, por no seguir con una lista interminable de países,para quedar aterrados ante  el dominio de la mentalidad de violencia en el planeta Tierra.Todo se camufla bajo la supuesta necesidad de defensa.

Ciertamente, y para defender –no para atacar– y librar de la muerte que otros pueden causar a los que son inocentes, parecen todavía necesarias instituciones firmes, disciplinadas y bien organizadas, pero no propiamente militares, esto es, con una formación entrada en la violencia como manera de pensar y percibir su misión. Es fácil sobrepasar la sutil línea que separa la defensa y protección del ataque. En algunas sociedades hoy se va por ese camino. No en la de regímenes como el que padecemos cuyo ínsito impulso está firme y decididamente centrado en el triunfo de una mentalidad de guerra a como dé lugar, contra todos los oponentes, vistos exclusivamente como enemigos y no como simples divergentes en ideas y proyectos.

Nos toca resistir, y resistir es insistir en la ruta civilizatoria que veníamos recorriendo y a la que nos guía nuestro impulso, ese que emana de nuestra ancestral cultura: tratar a todos los demás como queremos que nos traten.


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