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“Me da pena soñarme rompiendo mis alas ” (José Hierro)

 La primera vez que vi La chica danesa (The Danish Girl, 2015) me sorprendió la interpretación del actor Eddie Redmayne en el papel del pintor Einar Wegener. Digo que me sorprendió su trabajo porque interpretó un papel extraño para él. El actor británico nos hizo creer que se gustaba a sí mismo vestido de mujer mientras posaba como modelo para otra artista, Gerda Wegener. Redmayne nos engañó -en el mejor sentido- metiéndose en la piel de un personaje transgénero sin serlo. Y es que ser actor consiste en disfrutar de la capacidad de transformarse.

Cuando leí un artículo titulado «Prohibido robar el trabajo a las actrices trans» firmado por Cassandra Vera (El Diario.es, 18.07.2018) pensé que la autora se equivocaba de enfoque. Vera critica en el artículo el hecho de que actrices no transgénero sean elegidas por los productores y directores de cine para realizar papeles de personas transgénero.  Algo así ocurrió con la actriz Scarlett Johansson y su elección para hacer el papel protagonista en la película Rub and Tug. La articulista reclama los papeles trans para actrices transgénero; es decir, que una actriz transgénero va a entender mejor que nadie cómo es y cómo siente una persona de su género. Y es entonces cuando uno se cuestiona el sentido y la finalidad del arte y del séptimo arte. El cine puede ser una reivindicación social, es cierto, aunque no todo el cine se reduce a esto. Sin embargo, las protestas y la presión del colectivo transgénero condujeron a la actriz estadounidense Johansson a retirarse de la película citada ahí arriba. No olvidemos que del mismo modo que hay obras cinematográficas que exponen situaciones dolorosas y denuncian injusticias, existe además otro cine, otras clases de cine.

Eddie Redmayne, el pelirrojo de La chica danesa, encarnaba al célebre científico Stephen Hawking en La teoría del todo (The Theory of Everything, 2014). En la vida real Hawking sufrió una enfermedad neurodegenerativa que lo aniquilaba poco a poco todos los días. Redmayne acepta actuar como si fuera el científico enfermo sin padecer ese mal. Aquí reside el arte de la interpretación: un actor trata de empatizar con un personaje que es diferente a su propio yo. El resultado de la actuación; o dicho de otro modo, el resultado del fingimiento del actor convencerá o no convencerá al espectador. No es preciso que Stephen Hawking se interprete a sí mismo a no ser que se trate de un reportaje o un documental.

No puedo evitar recordar la increíble interpretación de un actor canario en la cinta Mar adentro (2004). Javier Bardem fue elegido por Alejandro Amenábar para hacer el papel del ex marinero gallego Ramón Sampedro que se quedó tetrapléjico a causa de un estúpido accidente y permaneció tendido en la cama durante treinta años, hundido por su incapacidad física, soñando con la buena muerte a través de un procedimiento de eutanasia.

Un tiempo después de haber visto la película, leí una entrevista en la que el actor español contaba cómo se había metido en la atmósfera de Galicia pasando una larga temporada con una familia gallega. Se empapó de las rutinas, los gestos y el acento. Además de la magnífica interpretación dramática de Bardem en la historia, –recordemos que Ramón Sampedro existió en realidad y fue un hombre que quería morirse para no sufrir más– llama la atención la cercanía del deje gallego logrado por el actor. Mientras Bardem hablaba con su sobrino, «pero, ¿qué carallo os enseñan ahora en la escuela?» me parecía estar oyendo a mi hermano, gallego como yo, solo que con retranca y mucho  acento. La interpretación consiste en esto. Ser actor es ser otro.


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