Para definir su posicionamiento político y reafirmar su llamado “compromiso” ideológico, la izquierda radical suele partir de un supuesto fundamental, a saber: su pretendida superioridad moral por defender e incluso representar (según ella) a los desposeídos de este mundo –englobados en categorías tales como “proletariado”, “tercer mundo” o “pueblo”– frente a las “oligarquías”, el “imperialismo” y sus “lacayos”. Con ese alegato como razón de ser, tan pronto como un líder o movimiento político toma el poder entonando ese tipo de discurso, los miembros de la izquierda radical, autoproclamados “revolucionarios”, se vuelcan a su favor.

Este ha sido el caso desde la primera revolución comunista de nuestros tiempos, la bolchevique. Es así como intelectuales del calibre del chileno Pablo Neruda y de los franceses Louis Aragon y Paul Eluard, entre otros, expresaron una intensa admiración por el “padre de los pueblos”, como en su embeleso la izquierda radical llegó a llamar a Stalin.

En efecto, mientras Neruda y Eluard escribieron odas a la gloria de Stalin, Aragon fue más lejos y produjo una ardorosa defensa del gulag.

Poco les importó a esos intelectuales “revolucionarios”, y a la izquierda radical en general, el gran número de comunistas que fueron víctimas de las purgas estalinianas, y menos aun el carácter totalitario del socialismo soviético, que ya había sido puesto al desnudo por escritores de renombre como el francés André Gide y el rumano Panait Istrati. Pues, como era Stalin quien estaba construyendo el socialismo liberador, era a Stalin a quien había que apoyar.

Más adelante, en la época de las rivalidades geopolíticas entre la Unión Soviética y la China de Mao Tse-tung, los revolucionarios tuvieron la ocasión de escoger entre dos regímenes tiránicos. Para nada les importaba que, en vez de hacer avanzar el ideal de progreso económico y bienestar social que la izquierda radical dice representar, aquellos regímenes solo generaban miseria, hambrunas, opresión y una brutal cacería de ex camaradas tildados, según el contexto, de “renegados”, “revisionistas”, “contrarrevolucionarios”, o de cualquier otro epíteto de la misma naturaleza.

La empatía de la izquierda radical por el líder vencedor se observó igualmente en los tiempos de la descolonización. Mengistu, Amin Dada, Gadafi, Hafez el-Assad y otros abanderados del tercermundismo podían hacer lo que les viniese en ganas, masacrar a opositores, violar mujeres indefensas, torturar antiguos combatientes anticolonialistas, mientras la izquierda radical seguía impertérrita colmándolos de elogios. Pues, como esos tiranos eran quienes supuestamente estaban construyendo un tercer mundo libre de injerencias colonialistas y neocolonialistas, era a ellos a quienes había que apoyar.

La adhesión de los miembros de la izquierda radical al “revolucionario” vencedor ha alcanzado proporciones inauditas con respecto al castrismo.

¿Que el régimen castrista haga añicos el principio de la autodeterminación de los pueblos al haberle confiscado a los cubanos toda posibilidad y derecho de expresarse libremente y escoger sus gobernantes en elecciones imparciales? No importa, pues como dijo Fidel (después de haber prometido elecciones libres): ¿elecciones para qué?

¿Que dicho régimen haya confirmado la incapacidad del socialismo de desarrollar las “fuerzas productivas” de una sociedad, llevando a la otrora tercera economía de América Latina (en términos de ingreso per cápita) a la cola del pelotón? Por favor, la culpa no es del socialismo (aunque este haya fracasado por doquier), sino del “bloqueo” del “imperio” (aunque en la realidad no haya bloqueo sino embargo).

¿Que, en vez de crear el “hombre nuevo” que anunciaba el Che Guevara, el castrismo haya obligado al cubano común a invertir todo su tiempo en la ingrata faena de “resolver”, es decir, arreglárselas para sobrevivir con salarios de miseria? Paciencia, esperen un poco más (¿años, décadas, siglos?) y la revolución logrará ese objetivo.

Y si pensamos que esos falaces subterfugios les bastarían a los “revolucionarios” para mostrar su sumisión mental al castrismo, nos quedamos cortos, amigo lector. Veamos por qué.

En 2014 salieron a la luz pública documentos desclasificados que muestran la connivencia oculta de Fidel Castro con el dictador argentino Rafael Videla.

Entre otras cosas, aquellos documentos develaron que mientras Videla se afanaba en ordenar o permitir el asesinato de fidelistas y otros filocomunistas en el marco de la Operación Cóndor, Fidel le envió una invitación personal a participar en la VI Cumbre de Países No Alineados, celebrada en La Habana en septiembre de 1979, mostrándose incluso dispuesto a recibir del régimen argentino opiniones y criterios sobre los temas a ser tratados en dicha Cumbre.

No tuvieron mejor suerte los centenares de revolucionarios fidelistas reprimidos y asesinados en República Dominicana por las llamadas “fuerzas incontrolables” durante los 12 años del gobierno de Joaquín Balaguer (1966-1978). En efecto, en un viaje a la República Dominicana que realizó en 1998, el “Líder Máximo” visitó en su hogar al ex presidente Balaguer, donde intercambiaron piropos como si nada hubiese pasado.

Ante tal comportamiento por parte de Fidel, ¿cómo reaccionó la izquierda radical? Muy simple, amigo lector: ha seguido condenando la Operación Cóndor y los 12 años de Balaguer, sin referirse en nada a la contradictoria actitud de su guía y mentor. Pues, como se trata de Fidel Castro, pionero del socialismo en América Latina, hay que apoyarlo en todo lo que haga o diga.

Curiosa forma, ¿no es cierto?, de cumplir con la famosa consigna formulada por el Che y el propio Fidel Castro: “El deber de todo revolucionario es hacer la revolución”.

La misma indiferencia de la izquierda radical hacia sus compañeros de lucha víctimas de la represión y de la intolerancia de regímenes “progresistas” está ocurriendo en estos días en los predios de la llamada “revolución bolivariana” iniciada por Hugo Chávez y dirigida por el inepto Nicolás Maduro.

En efecto, entre Daniel Ortega y Ernesto Cardenal –sacerdote y guerrillero sandinista que se distinguió más que Ortega en el combate en contra del dictador Somoza–, la izquierda radical toma partido por el primero, ignorando así el hostigamiento que sufre Ernesto Cardenal, quien recientemente declaró: “Estamos en dictadura y soy un perseguido político de la pareja presidencial”. Pues, como es Daniel Ortega quien encarna la revolución castrochavista en Nicaragua, es a Daniel Ortega a quien hay que apoyar.

En Venezuela, cuando la fiscal Luisa Ortega Díaz –chavista desde el primer momento y nombrada por el propio Chávez autoridad suprema del Ministerio Público venezolano– se enfrenta valientemente al “terrorismo de Estado” que impera en su país, la mansa izquierda latinoamericana asume la defensa del incompetente dictador que ocupa actualmente el Palacio de Miraflores.

Y mientras el teórico del “socialismo del siglo XXI” Hans Dieterich, amigo personal de Chávez, denuncia el fiasco en que se ha convertido la “revolución bolivariana”, los miembros de la izquierda radical siguen buscándole la quinta pata al gato (denunciando supuestas “guerras económicas”, abyectos “injerencismos”, “conspiraciones golpistas” y otros pretendidos ataques del “enemigo de clase”) para tratar de negar la indiscutible y aplastante responsabilidad del régimen castrochavista en el desastre económico y la represión política que hoy azota a la patria de Simón Bolívar.

Pues, como Nicolás Maduro es el nuevo gran timonel del “socialismo del siglo XXI” en Venezuela, es a Nicolás Maduro a quien hay que apoyar.

En 1967, en el fragor de la guerrilla conducida por el Che Guevara en Bolivia, uno de sus compañeros de armas, el joven francés Regis Debray, escribe el libro ¿Revolución en la revolución? (conocido por su teoría sobre el “foco guerrillero”) con la intención de hacer más eficaz el combate de la izquierda en América Latina. Hoy, 50 años más tarde, a la luz del lamentable legado de esa izquierda, es menester abordar un fenómeno diferente, que podría denominarse “traición en la revolución”. Y en este caso, sin signos de interrogación.

En efecto, por su respaldo cómplice a regímenes tiránicos autoproclamados progresistas en desmedro del más mínimo espíritu crítico y de la más mínima traza de sensibilidad humana (y a diferencia de los combatientes de izquierda que han terminado siendo víctimas de esos regímenes), el triste aporte de una gran parte de los revolucionarios ha sido, es, y podría decirse que será, traicionar su “revolución”.


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