Cuantas menos razones tiene un hombre para enorgullecerse de sí mismo, más suele enorgullecerse de pertenecer a una nación. Arthur Schopenhauer.

Venezuela ha devenido en manzana de la discordia de una nueva guerra fría, sostienen opinadores de oficio, contertulios de taberna y analistas de telescopio, como diría Jesús Sanoja Hernández (Blanco Fombona y el país sin memoria). ¿Peón de un intrincado ajedrez geopolítico o liviana y saltarina pelota de ping pong de una partida disputada a orillas del mar Negro entre un águila y un oso? En torno al toma y daca derivado de la interrogante, las pláticas exploratorias en tierras de Olafo el amargado y el indulto concedido a Iván Simonovis por el presidente (E) de la República cavilaba con temor a seguir pulsando la misma tecla, cuando recordé una frase de Julio Cortázar, citada en esta sección del periódico (ahora virtual) por Fernando Rodríguez, creo, ¡Cómo cansa ser todo el tiempo uno mismo!, y, por asociación, imagino, me pregunté si no se cansaría el lector de mis variaciones dominicales sobre un tema fijo: el desgobierno bolivariano. Mientras le echaba cabeza al asunto, el azar puso en mis manos un reducido compendio de «frases célebres de Maduro», a cuál más disparatada y desternillante, y una en particular me pareció, perdonen la cantinflada, reveladora de su falta de exceso de insensatez: «A veces me doy cuenta de que soy yo mismo al mirarme en el espejo». Mirarse no es verse, pues, si Nicolás realmente se contemplase detenidamente en el azogue, entendería por qué 90% de los venezolanos le repudia. Por eso evita encontrase consigo mismo. Desconfía de su imagen y teme a su sombra. Está atrapado en un nido de escorpiones, ¡el alacrán, ay, me va a picar! No está del todo seguro de contar con Putin para conjurar a Trump, y Xi Jinping se le hace el sueco y anda en zuecos por la ruta de la seda. El tenis de mesa se juega lejos y la paranoia ataca en casa.

La paranoia de Maduro, desatada exponencialmente a partir de la comedia de enredos, desobediencias y confusos tejemanejes escenificada el 30 de abril con el fantasma de la traición en papel protagónico, convertida por los gonfalonieros bolivarianos en épica batalla, buscando quizá legitimarse con un baño de sangre y la razón de las armas, puso de bulto atávicos mecanismos de descredito, comunes a los regímenes totalitarios, probados eficazmente en detrimento de la verdad, la libertad creativa y hasta el buen gusto, en la Alemania nazi por el ministro de Ilustración Pública y Propagada del Tercer Reich, Joseph Goebbels, y en la Rusia estalinista, por Georgi Aleksándrov, jefe del Departamento de Propaganda y Agitación (Agitprop) del Partido Comunista de la Unión Soviética, y Andréi Zhdánov, vigilante catón de la cultura y tenaz defensor del realismo socialista. En sintonía con tales magos de la mentira se produce la insólita acusación de topo converso lanzada como si nada por el usurpador contra el general Manuel Ricardo Christopher Figuera. Según su inverosímil relato, el «traidor a la patria» y hasta no hace mucho curruña, pana y camarada, habría conseguido, por orden suya y en función de un plan ejecutado con precisión de relojero suizo, infiltrarse en la CIA (Central Intelligence Agency); de esta suerte, el Sebin y, por ende, la tenebrosa Stasi caribeña designada con el código alfanumérico G-2, se harían (¿en sueños?) con el control de la «compañía». Ethan Hunt quedó pendejo y cortas quedaron, ante semejante delirio, sus misiones imposibles. Pero las cosas no le salieron bien al Beria vernáculo: el encubierto Christopher, de acuerdo con el infame memorial de agravios, cambió de bando, ¡traidor, te burlaste de mí!, y pasó a ser un informante a las órdenes de Langley. Sin evidencia alguna, se le endilgan las etiquetas de renegado, desertor y fementido judas.

Quien planta rumores también puede desnaturalizar las noticias y es capaz de forjar escandalosas situaciones para sembrar dudas en torno a la honradez e integridad del enemigo potencial y hacerse de una “autoridad moral”. En nuestro país hay una larga tradición de descalificaciones con base en la difamación, la injuria y el escarnio. Los comunistas criollos no vacilaban en acusar de agentes de la CIA a quienes, desengañados con la deriva totalitaria de la utopía socialista y hartos de disciplina dogmática, renunciaban a la militancia. Y si la calumnia no les parecía suficiente castigo, cuestionaban la sexualidad del hereje y le reputaban de marico o cachapera, según el caso, lo cual en una sociedad conservadora, mojigata y prejuiciosa, como era y sigue siendo en gran medida la nuestra, tenía efectos devastadores. Y no solo los comunistas. Rafael Simón Urbina le colgó ese homofóbico sambenito a Rómulo Betancourt, y la rumorología farandulera aún se deleita poniendo en entredicho la virilidad o feminidad de figuras del espectáculo. Funciona. El chavismo nació sabiéndolo, porque en las escuelas de formación de oficiales y en los cuarteles el chismorreo estigmatiza con la sombra de la sospecha a quienes no hacen alardes de machismo pecho peludo, y muchos han de recordar cómo el capitán Pedro Carreño, cantinero de apellido musical y comportamiento desafinado, dado de baja por el presunto manejo doloso de la caja registradora de un casino cuartelario, puso en tela de juicio, con arrogancia de gallo cacareando ficticios atributos genitales, la hombría de Henrique Capriles, cuando este emplazó a Maduro a fijar fecha y hora a objeto de debatir públicamente sobre sus ofertas electorales y los problemas nacionales.

No se puede confundir, a la manera maliciosa del nicochavismo, disenso con traición, y es inaceptable lanzar al voleo falsas acusaciones de infidelidad, apostasía, corrupción y colaboracionismo con el enemigo (¿cuál?) sin pruebas y sin mediación del debido proceso. Esta zurda y absurda conducta es otra abominable e izquierdosa variante del macartismo y, al parecer, fuente donde abrevan los jueces –¿venales?– del írrito tribunal supremo –¿o subalterno?– de (in)justicia, a juzgar por la cantidad de fallos emitidos en una cruzada orientada a acabar con el único poder legal de la República, la Asamblea Nacional. 97 sentencias de la espuria corte (¿de los milagros?) contra la representación popular ha contabilizado el Observatorio Venezolano de Justicia desde diciembre de 2015, cuando la oposición ganó las elecciones parlamentarias y obtuvo una abrumadora mayoría, desconocida por las alegres comadres del casino electoral. Casi un centenar de dictámenes viciados de prevaricación y una amenaza de bomba –falsa alarma con segundas intenciones– tienen como objetivo acabar con el Parlamento democrático, aunque deban volar, si es necesario, el Capitolio Federal. La última deposición –nunca mejor usado el vocablo– de los magist(a)rados revolucionarios ordenó encarcelar, previo allanamiento inconstitucional de sus inmunidades por la prostituyente comunal cubana, a los diputados Winston Flores, Carlos Paparoni, Franco Cassela y Miguel Pizarro por la «comisión flagrante» de los delitos habituales: conspiración, instigación a la insurrección, rebelión civil, instigación pública, concierto para delinquir y, no faltaba más, ¡traición a la patria! –algo apesta en esta patria para que la hagan tanto fo–. La ponencia correspondiente fue parida mediante cesárea por la verdugo de Tal Cual Bárbara César… ¡qué barbaridad!

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