Es una regla infalible: todos los regímenes obsidionales y totalitarios generan, de suyo, una contrapartida dialéctica política que los desnuda en toda su miserable aura mediocritas. En los socavones de la imborrable memoria histórica de la humanidad quedaron grabadas para la indeleble posteridad las imágenes de Tianamen, las portentosas manifestaciones convocadas por el mítico y legendario sindicato polaco Solidarnosc con Lech Walesa a la cabeza recusando a la bestia comunista Jaruzelsky.

Cuando yo era un jovencito adolescente estudiante del liceo, el sátrapa autócrata y autoritario Daniel Ortega, hoy convertido en el terror de la tierra de Rubén Darío, era un admirable combatiente guerrillero del Frente Sandinista de Liberación Nacional en las montañas de Nicaragua al lado de otros utopistas como Jaime Willock Romàn, Tomàs Borges, Edèn Pastora y otros “quijotes antisomocistas” que combatían la férrea dictadura militar del tristemente recordado Anastasio Somoza Debayle. Hoy, a esta altura del siglo XXI, “Daniel, el terror rojo” del istmo centroamericano.

Después del holocausto bolivariano en Venezuela, Nicaragua es la segunda nación con mayor índice socio-demográfico en la  diáspora latinoamericana. La historia es pródiga y abundante en ejemplos: la gran mayoría -casi sin excepción- de los antiguos “revolucionarios” portaestandartes de la contestación anticapitalista, (no se salva casi nadie de la “ley” irónica de la historia) devienen màs temprano que tarde “bufones”, “arlequinescos papanatas palaciegos”, “tristes hazmerreír cortesanos de a tres por lochas”.

Los antiguos  fedayines de la insurrección emancipatoria se han trocado en vomitivos apologetas de las dictaduras de nuevo cuño, valga subrayarlo, dictaduras de izquierda, de tufo marxista, todo hay que decirlo. Dìaz-Canel, Maduro, Ortega y Evo Morales son hòrridas verrugas en el rostro democrático del continente latinoamericano.

Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia no son solo naciones que exhiben un pasmoso “déficit de democracia” y de “precariedad institucional” sino que, además de ello, que no es poco, ostentan las màs vergonzantes cifras estadísticas de violación de derechos humanos y de flagrantes comisiones de crímenes de lesa humanidad estricta y rigurosamente registrados y meticulosamente documentados por organizaciones no gubernamentales defensoras de derechos humanos y expuestos ante instancias internacionales como la Comisiòn Interamericana de Derechos Humanos de la Organizaciòn de Estados Americanos y ante la Corte Penal Internacional. Es justamente, en el contexto de la constante y sistemática violación de los derechos humanos que la deslegitimación por desempeño que el gobierno dictatorial de Nicolàs Maduro ha convertido al Estado venezolano en un al parecer irreversible Estado forajido. Pues, muchos indicadores empíricos y subjetivos dan plena cuenta de la incontrovertida conversión del Estado venezolano en un Estado al margen de la ley que rige el sistema jurídico-polìtico interamericano y màs aùn al margen de la legalidad internacional.

Lamentablemente en Venezuela se criminaliza la disidencia política persiguiendo y judicializando el disenso que comporta la pràctica y el ejercicio de toda manifestación opositora al régimen abiertamente autoproclamado “revolucionario”, “antiimperialista” y “profundamente chavista”. Es moneda corriente en Venezuela allanar inmunidades parlamentarias a personalidades políticas investidas de autoridad conferida por mandato popular. Baste mencional solo tres casos para ilustrar este aserto: Marìa Corina Machado, Juan Requesens y Gilber Caro; sobran ejemplos de aplicación de juicios militares a civiles y de acusación de “delitos forjados”, “pruebas inventadas”, para justificar políticamente lo que la “revolución” ha dado en llamar “delito de traición a la patria”.


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