Los procesos de cambio político suelen enfrentar toda clase de obstáculos. Algunos, como es lógico, provienen de quienes se benefician del sufrimiento ajeno, y para los cuales el cambio es una amenaza a sus fortunas y su poder. Pero hay otros obstáculos, de naturaleza psicosocial, que pueden ser tan poderosos y eficaces como los primeros. Mencionemos solo dos de ellos.

El primero proviene de una de las características más salientes de nuestra cultura política, como es la altísima desconfianza interpersonal. Según los estudios mundiales de valores, que se realizan en casi un centenar de países, ante la pregunta: “¿Cree usted que se puede confiar en la mayoría de las personas?”, el grueso de los venezolanos, de manera abrumadora, responde negativamente.

Esta alta desconfianza resulta muy útil para los modelos autoritarios, porque, en la medida que los venezolanos desconfiemos unos de otros, no esperaremos que las soluciones provengan de nosotros mismos y de nuestra propia lucha. Por el contrario, estaremos psicológicamente proclives a aceptar que “la salvación” venga desde fuera de nosotros por cualquiera de sus vías ilusorias, sea un golpe de suerte, pronunciamientos militares, intervenciones foráneas o la tragedia de los “líderes” providenciales. No solo esto, sino que quienes se empeñan en huir de estas salidas fantasiosas y transitar por el camino, arduo y lento, de la construcción viable del cambio político desde nosotros mismos, son por supuesto objeto de la misma desconfianza.

El segundo obstáculo deriva de una concepción fascista de la política, exacerbada intencionalmente en los últimos cuatro lustros. Dos de las características más notorias del fascismo son reducir la complejidad de los problemas a la identificación de un enemigo, no importa quién sea, y a sufrir una crónica obsesión por el complot y la supuesta amenaza derivada de él. Por tanto, el primitivo pensamiento fascista no entiende la política más que en términos simplistas de traición-lealtad, amigo-enemigo, o colaboracionista-patriota. Dado que la política real es mucho más compleja y difícil, estas rémoras culturales –apropiadas incluso por algunos opositores– se convierten en obstáculo para la edificación inteligente y viable de soluciones políticas eficaces.

La combinación de estos dos factores, junto con otros que analizaremos en otro momento, se convierte en una especie de “tormenta perfecta” de naturaleza psicosocial que obstaculiza y retrasa el avance de la nave de las transformaciones políticas necesarias hacia buen puerto.

Agreguemos a lo anterior una última consideración. Hoy, las críticas y señalamientos contra quienes luchan por la construcción del cambio desde la plataforma de la Mesa de Unidad Democrática venezolana se dividen en tres grupos, sin contar con los que se han identificado como pagados por el régimen para disfrazarse de opositores y hacer el trabajo sucio de atacar a su principal estorbo de permanencia, que es precisamente la Unidad. Apartando a estos, hay los que critican de buena fe, y cuyas observaciones deben ser escuchadas y atendidas, porque a la mayoría de ellas las acompaña la razón y la justificada indignación. Pero hay también otros dos grupos, uno integrado por las víctimas de la sumisión psicológica oficialista, que solo ven el mundo con los códigos de interpretación limitada del militarismo fascista, y otro, mucho más pernicioso, constituido por quienes tienen su propio juego de poder, y para los cuales la Unidad –al igual que para el gobierno– es un obstáculo para sus cálculos personales y sus proyectos políticos particulares.

Uno de nuestros retos es superar la idea infantil, reforzada muy convenientemente por el fascismo gobernante, de que la política es simplemente gritar desde una tribuna y prometer el cielo para algún día. La verdadera política, la única que funciona y que en verdad transforma realidades, es trabajar con lo que se tiene, aquí y ahora, para lograr el mejor resultado concreto y posible, no el ilusorio y falso.


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