Viven abajo, en lo más profundo, en medio de los secretos rumores de la tierra. Un mundo ignorado, un universo oculto poblado de seres albinos, de hombres sin ojos; larvas herederas de una prodigiosa civilización que el cine mostró en películas como The Mole PeopleLos hombres toposEl Pueblo del infierno o Bajo el signo de Ishtar.

Se trata de una civilización de seres albinos descendientes de los antiguos sumerios cuya vida se desarrolla en el centro mismo de la tierra. A causa de un terremoto, una misión científica descubre la existencia de ese pueblo subterráneo. Los científicos, al ser hechos prisioneros, se enfrentan a estos seres extraños y escalofriantes que se cubren con una exótica vestimenta y desconocen la luz porque su mundo hace millares de años permanece escondido. ¡Una Atlántida bajo tierra!

En el filme de Virgil Vogel de 1957, con John Agar y Cynthia Patrick, los antropólogos son hechos prisioneros por los hombres topos. Gracias a los rayos de luz de una de las lámparas y en complicidad con algunos individuos que aún conservan el pigmento normal de la piel considerados por los albinos como seres “marcados”, los científicos logran escapar. Para aquellos hombres topos la luz es el enemigo mortal y nada pueden hacer para vencerla. El filme de Vogel no era bueno. Adolecía de muchos defectos de concepción y, por momentos, resultaba ingenuo. Pero tuvo el privilegio de ofrecernos un mundo sorprendente y aterrador poblado de albinos, hombres ciegos, topos enclavados en las profundidades como larvas de lo que seguramente fue una antigua y prodigiosa civilización.

El cine dio prueba ese año de su capacidad de sugestión y de maravillada poesía al revelar una nueva región de desconciertos en medio de la pobre y ciega realidad en la que creemos vivir. Desde entonces, imagino cavernas y pozos profundos; túneles y pasadizos horadados en lo más hondo de la tierra, un universo de asombros que conoció Julio Verne y conducen a una vida desconcertante, pero también al interior de nuestros propios cuerpos, al límite extremo de nuestras vísceras, al centro del cuerpo materno de la tierra. Tenemos que ser al mismo tiempo topos y humanos para horadar pasadizos secretos en nuestras almas, explorarlos y descubrir los misterios que nos aguardan al final del difícil trayecto.

El topo, en tanto que mamífero insectívoro del tamaño de un ratón, ejerce un poder sobre la tierra que lo cobija y protege. Cava complicadas galerías y construye una cámara central que le sirve de nido o aposento que acolchona con hojas secas y solo sale de ella por las noches. Se sabe de su existencia subterránea por los montículos de tierra que acumula en la superficie del suelo.

Lo que me hace ser hombre topo es que, cuando me derrumba la desesperanza, camino ciego por los pasadizos y galerías de la política y por los pasajes subterráneos de la película de Virgil Vogel. Siento entonces que nuestros líderes opositores, como topos, se abrazan a sus personales conjeturas políticas sin llegar a acuerdos prácticos que pongan en jaque las perversidades militares. Acarrea cada uno para su propio beneficio personal o para el molino de la organización política a la que pertenece toda el agua que le sea posible encontrar en las profundidades del ego.

¡Paco Vera no lo dijo! No dijo que parecíamos topos. Pero dijo que en Venezuela era la derecha la que sabía gobernar. Que la izquierda estaba formada por unos intelectuales buena gente, estupendos conversadores alrededor de un trago, pero malos políticos. ¡No dejaba de tener razón! Han sido tantas las trampas y ardides tendidos por el narco-estado en las que hemos caído y tantas las veces que hemos perdido la oportunidad de tener la sartén por el mango que terminamos en lágrimas, convertidos en los hombres topos de Virgil Vogel, larvas, herederos patéticos de una radiante cultura democrática que parece estar a punto de desvanecerse. Sin embargo, las marchas y constantes manifestaciones de repudio al régimen militar nos han permitido vislumbrar algo que los topos desconocíamos. Hemos encontrado, finalmente, en las propias marchas, el arma que siempre habíamos deseado tener no solo para defender nuestro destino de seres libres de vivir en la luz y no en la oscuridad de las tiranías, sino para derrotar a quienes nos mantienen subterráneos. Un arma que nos permite recorrer a la inversa los pasadizos del alma y emerger a la superficie de las iluminaciones y vencer.


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