El primer hechizo es la naturalidad con que acuden a las crónicas del argentino Tomás Eloy Martínez, escritas durante sus años de exilio en Venezuela, las voces y los giros de mi tierra.

Acabo de leerlas en una concienzuda antología de esa vasta obra periodística, amorosamente presentada por su curador, el escritor venezolano Sergio Dahbar, en una nota biobibliográfica sobre quien, sin lugar a dudas, ha sido hasta hoy el mejor periodista del mundo de habla hispana.

La compilación se titula Ciertas maneras de no hacer nada y la entregó el sello venezolano La Hoja del Norte, en 2015.

Me detengo ahora en la nota que firma Sergio Dahbar, pues, con elegante concisión, evoca con suma precisión las circunstancias que rodearon la llegada de Tomás Eloy Martínez a Caracas en el año 1977. Tiempos de la feroz dictadura militar argentina.

A poco de llegar, dice Dahbar, Tomás Eloy Martínez “dinamitó la profesión tal como se la conocía” en mi país.

“Con años de rutina y falta de competencia, era un periodismo que se arrodillaba ante la noticia (en desmedro de otros géneros y complejidades), construida con escasas fuentes y un afán de declaracionitis (dijo, afirmó, aclaró) que exasperaba”.

“Las notas –señala– informaban, rezumaban oficio, pero no interesaban”.

Todo eso cambió radicalmente cuando Tomás Eloy, ya una leyenda para nosotros, lectores de sus trabajos publicados en Primera Plana y La Opinión, en Buenos Aires, comenzó a trabajar en Venezuela, dirigiendo páginas literarias, y también –algo que destaca en esta antología– como reportero, cronista, guionista de cine y, en suma, descubridor y pensador de un país que, incluso para los venezolanos de entonces, parecía carecer de interés.

Más allá de los concursos de belleza y el precio del crudo, éramos a la Argentina, por poner un ejemplo, lo que, equivocadamente, Canadá parece a los estadounidenses. Nunca fuimos eso para Tomás Eloy.

Sus entrevistas a escritores venezolanos de suma valía, aunque quizá poco conocidos en aquel entonces por el resto de nuestra América, dejan ver no solo a un lector voraz, sabio y sensible, alguien de superlativa probidad intelectual.

Vio en nuestra literatura, aun en la del siglo XIX, una vocación de modernidad y cosmopolitismo frente a las barbaries que nos han tocado y supo hacérnoslo ver. Su ensayo y su relato sobre el poeta José Antonio Ramos Sucre son joyas de nuestra lengua. Sus diálogos con Salvador Garmendia, Adriano González León o Guillermo Meneses resultan numinosos y cordiales; sus recensiones de la obra de Vicente Gerbasi o Jacinto Fombona Pachano no son menos justicieras que el modo con que, como guionista de cine, se acercó a la vida de Cruz Salmerón Acosta, el poeta leproso de Manicuare.

No he leído sobre Caracas nada parecido a sus nueve breves y penetrantes apuntes sobre la ciudad donde vivió seis años. Aún hoy, perturba su crónica de una matanza de indígenas cuivas, ocurrida a fines de los años sesenta, o sobre la caraqueña parroquia de La Pastora, camino ya entonces a ser derrelicto colonial. Sus entrevistas a ingenieros petroleros, peones del llano, actrices de teatro de provincia o biólogos marinos lo llevaron a todos los rincones de Venezuela.

En una nota sobre Andrés Bello, Tomás Eloy habla de un sentimiento moral que llama “desinteligencia de la patria”, uno de los males que trae consigo el exilio. Pienso que Martínez lo venció abrazando a mi país con amorosa curiosidad.

Es algo que creo ver en la foto, captada por Vasco Szinetar, que ilustra la portada: Tomás Eloy y su inolvidable, inquisitiva sonrisa de preguntón, perdido en el populoso mercado municipal de Quinta Crespo.


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