En el otoño de 1972, cuando la estrella de Mao Tse-tung ya se ocultaba en el horizonte, John Kenneth Galbraith, afamado economista, profesor universitario, diplomático, político y escritor norteamericano, fue invitado a visitar China. Su experiencia la registró en un libro (Pasajero en China), en el que resalta de entrada que se trata de una visión de dicho país “tal como la percibe un visitante”. Su objetivo principal era tener una imagen privilegiada del sistema económico de la gran nación de Asia Oriental.

Con ese propósito, Galbraith visita un espacioso mercado de carne y hortalizas frescas, ubicado en el centro de Pekín. Lo que llama su atención es que el sitio está muy limpio y atiborrado de verduras, frutas y carne de cerdo. Los precios de los productos le parecieron moderados al tomar en consideración los salarios en el país; además, no había colas para hacer las compras. Luego se traslada a los “grandes almacenes”, donde aprecia la limpieza y que nunca hay colas. Todos los precios estaban fijados por las autoridades, salvo los fabricados por los propios almacenes.

El ilustre viajero también visita fábricas. Ahí constata que los obreros trabajan en tres turnos y seis días por semana. Pero solo aquellos obreros que laboran muy lejos de su casa tienen derecho a dos semanas de vacaciones al año, los demás no tienen el privilegio. Un alto funcionario justifica tal práctica diciéndole: “Somos un país en vías de desarrollo y no podemos permitirnos vacaciones”. Los trabajadores chinos son destinados a empleos específicos y deben permanecer en el puesto que les ha sido asignado. En otra sección del libro se indica que China lucha contra el desempleo mediante un amplio programa de obras y trabajos públicos, tales como la permanente limpieza de las calles, el cuidado de los parques y jardines, así como la reparación intensiva de los monumentos públicos y la repoblación forestal.

Galbraith visita también a dos amigos norteamericanos que fueron expatriados por el macartismo, quienes le indican que, “según sus estimaciones”, la producción industrial y agrícola real crece a razón de 10% a 11% al año, y la producción de acero es una mitad más. Ya al final del libro, el cronista apunta: “La economía china no es el futuro americano o europeo. Es el futuro de China. Y, sobre esto, no deberíamos albergar ninguna duda: para los chinos funciona”. En esa visión de “simple visitante” no se deja de percibir también la condición de izquierdista liberal del ilustre norteamericano. Seis años más tarde, la situación cambió de forma radical, como veremos a continuación.

A la muerte de Mao, en 1976, Hua Guofeng es reconocido como sucesor, pero su ascendiente político es limitado. De allí que en diciembre de 1978, durante la Tercera Sesión Plenaria del XI Congreso del Comité Central del Partido Comunista de China, Deng Xiaoping se hiciera con las riendas del verdadero poder. La corriente reformista del Partido Comunista –partidario del pragmatismo económico– alcanzaba así su objetivo, abriéndose al exterior. El nuevo líder del país rechazó la vieja ortodoxia y proclamó las nuevas normas de conducta: el pueblo debe decidir qué produce; los bienes de consumo han de tener prioridad sobre la industria pesada; el Partido Comunista debe restringirse y ser menos intrusivo, y el gobierno tiene que ser descentralizado. Miles de jóvenes fueron enviados a formarse en los principales centros de enseñanza de Occidente. Y en ese sentido fue categórico: “No tenemos nada que temer de la educación del mundo occidental”. Todo este interesante proceso fue descrito por Henry Kissinger en su libro On China.

La máxima política de Deng se resumía en un principio práctico: “Da igual que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones”. No obstante su empuje, el proyecto liberal se vio afectado por los sucesos de la Plaza de Tiananmén (1989), donde un enorme grupo de jóvenes estudiantes reclamaban más libertades y la salida del primer ministro Li Peng. Este último dio la orden de reprimir la protesta, lo que ocasionó varios centenares de muertos.

El aislamiento internacional no se hizo esperar. Deng esperó que los ánimos se calmaran para volver a la carga. En 1992, a sus 88 años de edad, el máximo líder chino hizo una gira por el sur de su país y anunció la continuación y profundización de las reformas emprendidas. Fue durante este viaje que sorprendió a tirios y troyanos al decir: “Enriquecerse es glorioso”, dando así un espaldarazo a la economía socialista de mercado. A partir de ese momento, el crecimiento económico y la inversión extranjera no han parado en la República Popular China.

Kissinger fue muy asertivo cuando escribió que los discursos de Deng fueron piezas maestras de flexibilidad ideológica y ambigüedad política. Sin duda, esa fue su forma de integrar la teoría con la práctica.

La revolución comunista moderna que se desarrolla en China pone de manifiesto que tanto Chávez como Maduro tomaron el tren equivocado. Ellos prefirieron adelantar su proyecto por la vía decadente que le “vendieron” los Castro. Irremediablemente, más temprano que tarde, la ruta seguida conducirá a la revolución “bonita” al estado de postración extrema.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!