Son abundantes los ensayos y estudios dedicados a explicar en qué medida la literatura, desde la novela hasta la poesía, pasando por el cuento y la dramaturgia, constituye una fuente inagotable e insustituible de conocimiento y educación para las personas sobre la condición humana, la sociedad y los conflictos que, desde los albores de la especie, hemos enfrentado, y seguimos enfrentando, para dar respuesta a los problemas fundamentales derivados de la vida en comunidad, como son la escasez, la injusticia, los límites de nuestro conocimiento y la opresión, entre tantos otros.

El premio Nobel de Literatura en 2006, Orham Pamuk, lo explica así: “La literatura es la capacidad de ver nuestra propia historia como si fuera la de otros y la de otros como si fuera la nuestra. Para conseguirlo, nos ponemos en camino partiendo de las historias y los libros de los demás (…) Escribir es hablar de cosas que todo el mundo sabe pero que no sabe que sabe. Explorar este conocimiento, desarrollarlo y compartirlo, le proporciona al lector el placer de viajar maravillado por un mundo que conoce bien (…) Yo siempre he tenido esa confianza que te hace sentir que todos los seres humanos se parecen, que los demás tienen heridas parecidas y que por eso te comprenderán. Toda la verdadera literatura se basa en esa confianza infantil y optimista en que la gente se parece (La maleta de mi padre. Barcelona: Mondadori, 2007, pp. 22 y 32).

En este sentido también se ha argumentado que todos los géneros literarios, y no solo algunos considerados los más sofisticados o elevados, tienen esa capacidad informativa y formativa acerca de lo humano, entre ellos, el de la literatura fantástica, que se puede definir como un género de narrativa en el que la fantasía, lo maravilloso o lo “irreal” es lo esencial en el relato y la acción de los personajes. Es en este género en el que cabe ubicar la extraordinaria obra de John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973), creador de ese universo maravilloso llamado la Tierra Media, en el que se desarrollan las historias épicas de El hobbit y El señor de los anillos, entre otras tantas nacidas de la inagotable imaginación del genio británico nacido en Suráfrica.

Sobre la última novela, valga señalar que, en un reportaje de 1997, en el diario El País de España se informó que “…El señor de los anillos, la novela fantástica de J. R. R. Tolkien, convertida en lectura de culto en los años setenta, es la mejor pieza de narrativa del siglo XX, a juzgar por el resultado de una macroencuesta organizada por una cadena de librerías británicas. La novela de Tolkien, profesor de Literatura inglesa en Oxford, fallecido en 1973, ha vendido 50 millones de ejemplares desde mediados de los años cincuenta. Un total de 25.000 lectores contestaron a la pregunta ¿Cuáles son a su juicio los 5 mejores libros del siglo XX?, formulada por la cadena Waterstone’s y el canal de televisión Channel 4”. Este singular reconocimiento para una obra en 3 tomos ha sido estudiado con detalle por Joseph Pearce en su libro Tolkien: el hombre y el mito (Minotauro, 2003), y a él puede acudir el lector interesado en constatar cómo en este caso el juicio de los lectores derrotó, con sobradas razones, al de los grises críticos que ponen en riesgo el poder transformador de la literatura.

Ahora bien, como es sabido o puede suponerse, la vasta obra de Tolkien ha sido analizada y comentada desde los más variados enfoques y disciplinas, más aún luego de las impresionantes adaptaciones cinematográficas de una parte de dicha obra, bajo la notable dirección del neozelandés Peter Jackson.

Así, por ejemplo, en el ámbito de las ideas de libertad, se encuentran interesantes ensayos y análisis, como los escritos por Álvaro Vargas Llosa (ver: https://goo.gl/5oA5vw), dedicado a destacar las críticas formuladas por Tolkien en sus ficciones y cartas al ejercicio arbitrario e ilimitado del poder encarnado por Sauron y las Dos Torres de Mordor e Isengard, en violación de las libertades de las personas, y por Axel Kaiser (ver: https://goo.gl/43va1s), enfocado a su vez en mostrar cómo el autor rechazaba la idea de una sociedad planificada, en la que las decisiones estuvieran centralizadas en un poder único, y se mostraba defensor de una sociedad abierta, en la cual, como la Comarca de los Hobbits, se desarrollara un orden espontáneo a partir del ejercicio de la libertad de los individuos que la integran en voluntaria asociación, sujetos a leyes iguales e imparciales para todos.

A estas lecturas reflexivas de la obra tolkineana, tal vez pueda sumarse una más, que nos permita extraer algunas lecciones que Tolkien dejó expuestas en sus historias fantásticas, acerca del liderazgo político y el ejercicio del poder, ello considerando que no fue de ideas anarquistas sino más bien conservadoras y liberales, siempre permeadas por el catolicismo practicante y culto, vinculado además al estudio de los mitos y de la lengua, que practicó a lo largo de su extensa y prolija vida.

En efecto, cabe sostener, en una primera aproximación, que el creador de los elfos también nos legó ideas acerca de lo que constituye un mal liderazgo y lo que, en cambio, puede aproximarse a uno bien orientado, capaz de respetar la libertad y generar bienestar a la sociedad, a través del ejercicio del poder político, asumiendo con ello no solo un enfoque realista de la sociedad –en la que siempre funcionará alguna forma de autoridad–, sino al mismo tiempo optimista, sobre las posibilidades reales que tiene un ser humano de mantener a raya el poder, en lugar de ser, una y otra vez, seducido y dominado por él.

Tales lecciones podemos extraerlas de la revisión y comparación de las biografías, ideas y acciones de dos personajes centrales de El hobbit y de El señor de los anillos, como son Thorin Escudo de Roble, fugaz rey de los enanos de Erebor, y Aragorn, hijo de Arathorn, legendario y longevo rey de los hombres de Gondor.

En general, puede describirse a Thorin como un noble y aguerrido líder del pueblo enano, disperso y errante por diversas regiones de la Tierra Media, luego de la violenta y cruenta expulsión de su reino, ubicado en la Montaña Solitaria, a causa de la “invasión” hecha por el dragón Smaug, atraído por las incontables montañas de oro acumuladas por los enanos. Escudo de Roble, el último descendiente de los antiguos reyes de Erebor, nunca olvidó la grandeza de su nación y mantuvo la idea firme de que a él correspondía liderar a sus compatriotas expulsados, a la diáspora enana, a batallar y recuperar en algún momento aquello que “por derecho” les pertenecía.

Sin embargo, las buenas intenciones y sentimientos de protección de Thorin no fueron suficientes para convertirlo en buen líder de los enanos, pues al mismo tiempo acumuló emociones negativas, como el resentimiento por la injusta situación de los enanos –en buena medida, culpa de ellos mismos y no de otros pueblos de la Tierra Media– y la desconfianza hacia todas las naciones distintas a las enanas, y peor que lo anterior, nunca se cuestionó ni reflexionó acerca de las causas de la caída de Erebor, sobre la culpa y la responsabilidad de su abuelo, de su padre y de todos los grandes jefes y dirigentes que tuvieron participación en la conducción política del reino.

Es a causa de ese rencor y desconfianza hacia los demás, que le lleva a utilizarlos como meros medios de sus fines –lo que se muestra en el modo que usa a Bilbo para engañar a Smaug, por ejemplo–, y la arrogancia a la que le conduce su incapacidad para reconocer que la tragedia de los enanos de Erebor no tiene más culpables que ellos mismos, y en especial su dirigencia política, unida a su desprecio a los pactos celebrados con sus aliados –por ejemplo, con los hombres de la Ciudad del Lago– que el reinado de Escudo de Roble es fugaz, sangriento y trágico, y que su desenlace no puede ser otro que la muerte del rey, como forma de redención y reconciliación con los mejores valores del pueblo enano, resaltados en el hermoso diálogo final entre Thorin y su “amigo” Bilbo Bolsón.      

Muy distinto a Thorin se nos presenta Aragorn, a quien conocemos de inicio como el simple montaraz Trancos. Aragorn también es noble y se preocupa por la suerte de otros, gracias a su educación élfica es culto y guerrero a la vez, pero no aspira a liderar una gran revolución, ni mucho menos a reconquistar el trono que, también “por derecho”, le tocaría dirigir, en la Ciudad Blanca. Las emociones que mueven al futuro rey son el amor por Arwen, el respeto por la diversidad de los pueblos de la Tierra Media, el repudio a la injusticia y el temor por un ejercicio ilimitado, arbitrario –totalitario diríamos en nuestro tiempo–, del poder por parte de los gobernantes, en cualquier parte del mundo.

Además de lo anterior, hay en el interior de Aragorn, un fuerte sentimiento de culpa y de responsabilidad respecto los hechos narrados en El señor de los anillos, debido a los errores de sus antepasados, en especial de Isildur, quien tuvo la posibilidad de destruir en el Monte del Destino la mayor fuente de peligro para la libertad, la paz y la existencia misma de los pueblos de la Tierra Media, como es el anillo de poder de Sauron, y sin embargo, por codicia de poder no lo hizo, dejando abierta la posibilidad de un retorno de la Sombra, ya en los tiempos de existencia de Aragorn. La culpa, y el sentido de responsabilidad, de mesura y de rechazo a ejercer el poder, son elementos clave en el liderazgo que termina por asumir el otrora montaraz menospreciado por Boromir, en las batallas y acciones clave para detener a Saruman y Sauron en Las dos torres y en El retorno del rey.

Es gracias a ese sentido de culpa que el hijo de Arathorn es inmune al resentimiento y a la arrogancia como líder y gobernante, pues gracias a él no cae en la trampa de idealizar la historia del reino de los hombres de Gondor del que es descendiente, y al que reconoce como buen patriota sus aciertos, pero también sus fatales errores, con las consecuencias que estos han supuesto para sí mismos y para muchos otros pueblos. No atribuye a otros los errores propios.

También será gracias al amor y al aprecio por la libertad, el cumplimiento de la palabra y el respeto por las naciones de la Tierra Media, que Aragorn, a diferencia de Escudo de Roble, no solo liderará con éxito la guerra contra Mordor, sino que se convertirá en rey y ejercerá durante muchos años el poder político con prudencia, sabiduría y respeto a la libertad, desde la conciencia de la propia vulnerabilidad y falibilidad, común a la condición humana, honrando los acuerdos y también las acciones firmes, pero sin olvidar a lo que conduce la acumulación de un poder ciego, sorgo y arrogante, todo lo cual se sintetiza en esa emotiva y liberal escena final, en la que el rey de Gondor se arrodilla ante Frodo, Sam, Merry y Pippin, sus amigos en la Comunidad del Anillo, luego de decirles “no mis amigos, no son ustedes –la gente sencilla y heroica a la vez– quienes deben arrodillarse ante mí, somos nosotros –la autoridad y quienes le rodean– los que debemos arrodillarnos ante ustedes”.   

Quienes pretenden conducir el destino de países en situaciones complejas, debido a la pobreza, las injusticias, la corrupción y la falta de oportunidades, pero en especial, a países como la arrasada Venezuela, de cuyos mejores tiempos poco a poco va quedando casi nada, tienen mucho que aprender, a través de la imaginación, las emociones y el sentido común, de las lecciones que Tolkien nos ha dejado a través de Thorin y de Aragorn, pues si bien estas también figuran en textos de ciencia política, filosofía e historia, no son quizá transmitidas con la misma eficacia a las mentes y corazones de los lectores, como leyendo las aventuras, caídas y grandezas de estos dos personajes.

Sintetizando, sin conciencia de la propia culpa y las consecuencias de ella derivadas –cosa que parece estar muy lejos de la dirigencia política venezolana y de los venezolanos en general, respecto del horror que hoy padecemos– no hay posibilidad alguna de un liderazgo legítimo, positivo y eficaz, y mucho menos la posibilidad futura de un ejercicio adecuado del poder; asimismo, sin amor (a la familia, a la pareja, a los amigos, a la patria, etc.), respeto por la palabra y los acuerdos, cuidado inconmovible de la libertad y memoria constante de la vulnerabilidad y falibilidad propias de la condición humana, es imposible un ejercicio liberal del poder, en el que este esté subordinado a los intereses y beneficios de los integrantes de la comunidad política, en lugar de dominar a los dirigentes y usar a las personas como meros medios para sus propios fines destructivos.

Gracias a un genio sensible como el de J.R.R. Tolkien, podemos hoy descubrir desde los afectos y la imaginación la veracidad y universalidad de estas realidades. ¿Cuántas otras podremos re-descubrir con la lectura de su última novela, recién editada, Beren y Lúthien


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