Recientemente llegó a mis manos, a través de la maravilla de la tecnología, un libro digital firmado por Jonathan Jakubowicz, quien a pesar del apellido complicado de pronunciar es un reconocido director de cine venezolano creador además de la película Secuestro express y Manos de piedra.

La primera película es un retrato crudo de una noche cualquiera en Caracas o en alguna otra ciudad de Venezuela, si tomamos en cuenta el último estudio publicado por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal de México, que entre las 10 ciudades más peligrosas de Latinoamérica señala 4 de Venezuela.

«Con una tasa de 130,35 homicidios por cada 100.000 habitantes, Caracas fue la ciudad más violenta del mundo, al igual que en 2016, condición que confirma la grave crisis de crimen y delito que agobia a Venezuela, además de otros gravísimos problemas», expresa la organización.

Somos el país con más ciudades entre los primeros puestos del ranking, ya no de los concursos de belleza. Además de Caracas, se encuentran en la lista Maturín, Ciudad Guayana y Valencia.

26.616 personas murieron de manera violenta en el año 2017, según los datos aportados por el Observatorio Venezolano de Conflictividad Social, organización no gubernamental que ha asumido de manera valiente informar lo que por deber le corresponde al gobierno venezolano, pero que como una estrategia de Estado no da a conocer estas cifras alarmantes y es que la opacidad es una política de desinformación en toda dictadura. Así fue en el pasado y así es en el presente.

En relación con el libro que me devoro en unos impersonales vagones del siempre puntual tren Renfe en Madrid, en el comienzo de mi segundo autoexilio, Jakubowicz relata la historia de un “enchufado” que señala entre otras cosas un nivel de intolerancia que actualmente debemos reconocer en algunos espacios ocupados por la sociedad civil venezolana dentro y fuera del país.

En Las aventuras de Juan Planchard, el libro al cual me refiero, el escritor describe un personaje que nos representa en varios aspectos como ciudadanos, entre ellos la intolerancia; ese sentimiento en el que hemos caído y navegado a lo largo de los 19 años de dictadura. En ocasiones, quiero creer, sin intención y en otras, en todo el sentido práctico de la palabra.

Cuando escribimos en los grupos de Whatsapp, respondemos los tuit, participamos en las conversaciones de Facebook, no hacemos sino descargar todo el odio y la ira acumulada con ese nivel de intolerancia que pudimos observar como una característica cotidiana del difunto creador de la mal denominada revolución del siglo XXI.

Basta recordarlo con un silbato en su boca, anunciando en su programa de corte fascista los domingos, cómo despedía a los trabajadores de lo que en su momento fue la empresa más próspera no solo del país sino del mundo. La acabada y destruida Pdvsa, una muestra de la intolerancia nacional.

En las hojas ya digitales del libro me reconozco y me avergüenzo. No solo por, en algún momento, llegar a parecerme a Juan Planchard, sino a ese silencio cómplice de la desvergüenza. Mirar a un lado y reconocer que se entregaron todos los espacios, hasta los del respeto por el que piensa diferente. Desacreditando solo por la ideología, utilizando calificativos denigrantes sin contenido y sin sustancia que permitiera dar a entender el por qué nos oponíamos al modelo que se implementaba y que luego de 19 años seguimos rechazando con las mismas tácticas y estrategias.

La intolerancia nos consume; nos convierte en eso que tanto hemos rechazado y nos va convirtiendo de manera muy sutil en marionetas dirigidas por hilos ya ni siquiera tangibles, sino en modo WiFi de una oposición que navega en la vileza de una dictadura que ya ha demostrado hasta la saciedad que no respeta ni mucho menos valora el derecho a la vida.

Recientemente hubo una falla en el suministro eléctrico que afectó a no menos de ocho estados, que dejó sin luz no solo a nuestros hogares, centros comerciales, semáforos, sino también a los centros de salud pública y privada.

Hospitales como el Pediátrico Agustín Zubillaga en Barquisimeto sufrió de manera directa por este suceso. Narran los médicos bajo la figura del anonimato, para protegerse ante retaliaciones por parte de la gobernación del estado ahora en manos de una militar retirada que cree más en dar órdenes que en estar a la orden del ciudadano, que la planta eléctrica tardó 50 minutos en prender. Sí, casi una hora estuvieron los padres de los niños hospitalizados en la unidad de cuidados intensivos dando apoyo en la aplicación de oxígeno de manera manual a sus hijos allí hospitalizados. Y para no terminar el drama vivido y por la falla de más de 10 horas del apagón, la planta eléctrica dejó de funcionar por falta de gasoil. Sí, ese gasoil que prácticamente es gratis en la Venezuela saudita.

Mientras los padres, médicos, enfermeras y hasta los porteros del hospital rezaban para que se restableciera la luz, la inmensa mayoría de los larenses esperaban el regreso del suministro eléctrico para desbocarse en insultos y chistes banales sobre iguanas, cocodrilos y Corpoelec.

Simple, o cambiamos las estrategias de rechazo a la dictadura o le seguimos dando oxígeno a un gobierno totalitario ya graduado en el arte de manejar la cotidianidad a su antojo, tal como lo ha hecho el mal en aquella isla que navega en el mar de la felicidad por más de 60 años a un pueblo que quizás sin las novedades de la tecnología invertía su rechazo en chistes y dichos populares que poco ayudaron a derrocar a la cúpula del terror y que hoy viven resignados a un presente que ellos mismos desarrollaron.

Tenemos que dejar de ser Juan Planchard y comenzar a parecernos más a Susana Rafalli, Liliana Ortega, Luis Carlos Díaz, Melanio Escobar, Nelson Freitez, Quiteria Franco, Claudia Carrillo, David Gamboa y tantos otros que día a día y desde los espacios disponibles proponen y persisten de manera positiva y objetiva un cambio no solo de gobierno, sino también de mentalidad para todos en Venezuela.

@andresvzla1975


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