No nos cansamos de repetir cómo el venezolano está abandonando su tierra en busca de mejores derroteros. Las causas son harto conocidas y deploradas por todos.

Igualmente, nos llenamos la boca de decir cómo en algunas latitudes quienes portan nuestro gentilicio provocan el orgullo del resto de sus compatriotas, porque frecuentemente se trata de jóvenes profesionales o técnicos que tratan de insertarse en otros medios de trabajo exhibiendo una condición de sacrificio y de laboriosidad digna de encomio. Ese es el caso de España, un lugar donde el exilio se les ha facilitado a miles de los nuestros, parte porque su proveniencia familiar es española y parte por la generosidad de un país que ha abierto humanitariamente sus puertas a todos los nuestros para que encuentren allí ese medio cálido que también es necesario encontrar cuando uno deja atrás la patria que nos vio nacer.

Ese es el caso igualmente de algunos países latinoamericanos, en donde la relación de cooperación formal contenida en acuerdos integracionistas con Venezuela facilita su inserción. Llegan por decenas gentes venezolanas formadas en la academia, los institutos y el trabajo y aportan lo mejor de sí para abrirse paso y contribuir responsablemente con la sociedad que los acoge.

Pero no todo lo que brilla es oro. Colombia, nuestra nación hermana está sufriendo las verdes y las maduras con el éxodo que facilita la porosidad de la frontera. Esta semana, el periódico El Tiempo dedicó un espacio inusualmente grande a contar cómo, de acuerdo con cifras de la Policía Metropolitana, en 2017 fueron capturadas más de 350 personas venezolanas cometiendo algún delito en Bogotá. De estos, 241 fueron aprehendidos por hurtos a personas y a establecimientos comerciales.

El autor del trabajo hacía una distinción importante en cuanto al número de compatriotas nuestros incursos en delitos, en comparación con detenciones similares de nacionales de otros países de la región. Al lado de los nuestros 350 antisociales, figuran apenas 50 ecuatorianos, 17 dominicanos, 10 españoles y 7 estadounidenses.

No es en Bogotá donde hay que ir a encontrar actuaciones irregulares asociadas al hambre de nuestros conciudadanos. Las penurias que atravesamos pueden compeler a quienes hacen vida en la frontera a aventurarse del otro lado y a delinquir en busca de pan para sus hijos. Ello no es posible justificarlo.

Pero lo que el nuevo fenómeno que se produciendo en la capital de Colombia evidencia es la exportación, desde nuestro suelo, de una delincuencia violenta que ha crecido en nuestro país dentro del desorden, el facilismo, la ausencia de leyes y de sanciones, para terminar conformando una casta de ciudadanos acostumbrados a desempeñarse al margen de la ley y sin respetar ni los bienes ni la vida de terceros. A estos también los ha parido esta revolución castro-chavista. Estos son la vergüenza de todos y por ellos también aquilatarán nuestras acciones en todas partes.

Aún la tolerancia de nuestros vecinos es grande y es encomiable su capacidad de discernir, en medio del marasmo producido por la huida de los nuestros. Ello lo evidencia esta entrega de El Tiempo. Su autor asegura que “sin embargo, hay que decir que quienes llegan a la capital a delinquir son muy pocos en comparación con la cantidad de personas que esperan salir adelante de manera honesta”.

Y para ello se basa en la opinión de la Seguridad del Distrito que comparte con la policía la responsabilidad de hacer de Bogotá una ciudad vivible: “Hay que acoger al pueblo venezolano que está sufriendo los embates de una dictadura. Bogotá es de puertas abiertas, es una ciudad que recibe a las personas”.

Benditos los hermanos colombianos.


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