Pienso que no es posible hablar de esperanza sin centrarse en el mundo de cara a la eternidad. En esta vida todo tiene un sentido y para ver lo que se oculta a los ojos corporales hay que caminar en la oscuridad. Así está el país. Así estamos todos. Atravesando una crisis delicada que está horadando en el corazón nuestra capacidad de amar y perdonar para lograr una transición pacífica.

Esta lucha es política, económica, institucional, pero ante todo existencial, espiritual. Es de hondas dimensiones. Pienso que nos da la oportunidad de descubrir un sentido mucho más profundo a la vida, porque si no, ¿para qué estamos aquí?

Lo que nos sucede es instrumento para crecer, para trascendernos a nosotros mismos y alcanzar la felicidad para la que fuimos creados. La vida no tiene sentido sin la esperanza. Pienso que sencillamente no podría vivirse sin ella. Sobre todo cuando nos topamos con la muerte, la enfermedad y cualquier circunstancia adversa, pues es justo allí, en esas inflexiones de la vida, donde el hombre se abre a la trascendencia, a Dios, y entra en una más estrecha relación con Él.

Si podemos esperar es porque el futuro está siempre abierto y esta vida, a mi parecer, se ancla en la eternidad. Sin la verdadera esperanza la visión se reduce a ver solo este mundo y si nos limitamos de ese modo, ¿para qué vivir?

La frontera que se desea cruzar con la ayuda humanitaria es para mí el punto medio entre el pasado y el futuro, la autocracia y la anarquía, la barbarie y la civilización, así como entre el antiguo y nuevo testamento. Allí parece superarse la ley del temor con la del amor, la letra con el espíritu. Todo se reordena dentro, en el corazón, para concretarse luego fuera.

Este nuevo intento por recuperar el país ha calado en un momento de descorazonamiento y me parece que la razón es que ha tocado más fondo, ha apelado a la razón y al corazón.

En esa línea fronteriza veo la conciliación de la racionalidad y la bondad; veo también a Jesús crucificado viendo pasar a miles de venezolanos que sufren dejando el país. Sus dolores son físicos y morales, y todos ellos son vistos por Él al tiempo que son amados. Su madre, al pie de la cruz, al ver a su hijo sufriendo por nosotros, acoge la petición de cuidarnos y dar a luz a un país con unos hijos nuevos, más purificados. La Virgen de Coromoto parece dolerse, de hecho, con la muerte y sufrimiento de muchos de sus hijos. Es sugestivo que mueran pemones y que Coromoto –si bien era de otra tribu– signifique “el que detiene la tormenta”.

Lo que salva es el amor; no el dolor a solas. Pienso que el futuro está abierto ante nosotros y, aunque costará, el reacomodo tomará su tiempo, y Venezuela renacerá con mayor impulso porque de verdad es una tierra de gracia.

Esta novela no terminará como Ídolos rotos, con el fin de la patria y con jóvenes que quieran irse, porque “no se hallan” aquí. Aunque sin duda la diáspora ha sido y es una realidad, me parece que estamos escribiendo otra historia y tal vez muchos de los que se fueron regresen para recomenzar una nueva etapa. Sé que muchos están deseosos de poder hacerlo. Van a cosechar lo sembrado por unos y a sembrar en el suelo arrasado. Experimentaremos, pienso yo, una resurrección.

En el país hay un tremendo potencial reprimido. Por eso pienso que vamos bien, porque todo dolor da fruto cuando se logra abrir el corazón al amor y al perdón. Para mí está naciendo un nuevo país. Un país que se está comprendiendo a sí mismo mientras comprende a los otros.

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